¿Qué sabe la ciudadanía del modelo de producción agrícola y ganadera de nuestro país? ¿Y de sus inversiones para hacerlo más sostenible? ¿Qué percepción tienen los consumidores del tejido agroalimentario, de la propia cadena o del escenario global donde operan todos sus integrantes?
En los últimos años, la inmensidad de la oferta -que es creciente- desde puntos recónditos del planeta y a precios de derribo, o al menos, tremendamente competitivos, han alejado al destinatario final de la producción agroalimentaria más cercana con la que convive a no tantos kilómetros, especialmente en los núcleos del medio rural donde mayoritariamente se desarrolla la actividad.
De ahí que haya resultado tan difícil hasta hoy que entienda la presión que ejerce la cadena, y sobre todo, el lamento del eslabón más débil cuando reclama precios justos para rentabilizar su esfuerzo en las explotaciones. En 2020 algo cambió con las movilizaciones de los "agricultores al límite", que generó una reforma de la ley que regula las compra-ventas para que el valor se genere de abajo a arriba, y no al contrario. 
 Posiblemente también, se esté desarrollando una mayor conciencia o sensibilidad hacia lo local, hacia canales cortos de comercialización, hacia los productos de proximidad, y por qué no decirlo, hacia las elaboraciones de nuestro país frente a todo lo que llega de fuera, con una normativa de etiquetado que informa del origen, del lugar de cría de un animal, o del ordeño incluso, aunque siga resultando insuficiente frente a la inmensidad de la propia globalización.
 Y quizás esa reacción la encontremos en la mayor preocupación por una alimentación sana, equilibrada, por una dieta mediterránea, y una mayor inquietud hacia los métodos de producción y hacia el bienestar de los animales. 
 La industria avícola de Castilla -La Mancha, lleva algunos años transitando hacia la extensificación de su cabaña que suma unos 16 millones de gallinas ponedoras. Estamos a la cabeza del ránking nacional de producción de huevos, con una vocación exportadora creciente. Y la tendencia hacia sistemas alternativos de cría al aire libre, más allá de los huevos camperos o ecológicos, se impone en un sector que ya hizo varias transformaciones en sus estructuras de producción de jaulas, aumentando espacios o reduciendo densidades. Ahora, trabaja en un escenario donde cabe la posibilidad de que el viejo modelo sea algún día residual o quien sabe si testimonial.
 No en vano, más de un millón y medio de personas en Europa han rubricado y presentado ante la Comisión, una iniciativa popular para abolir la cría de gallinas ponedoras en jaulas, con lo que esto implica a corto y medio plazo si acaba legislándose en esa dirección.
El sector sabe que la propia iniciativa puede acelerar el proceso porque es la excusa perfecta para que el Ejecutivo comunitario diseñe la hoja de ruta. Y quizás por ello, en la región con más producción de huevos de España, el gobierno regional haya lanzado una convocatoria de ayudas para sufragar los costes de esa reconversión, con 15 millones de euros de fondos del último Plan de Desarrollo Rural (PDR).
Evidentemente, la línea tiene vocación de continuar en la nueva programación para subvencionar el cambio que no es exactamente fruto de la petición de fuerzas parlamentarias ecologistas, sino de una ciudadanía que exige el máximo bienestar de los animales. Un bienestar que ha estado siempre garantizado, incluso en el modelo intensivo avícola, como defienden las industrias de la asociación regional AVICAM, porque se ha ido mejorando en el tiempo con numerosos requisitos que - como recuerdan- no cumplen otros países competidores extracomunitarios. Ahí está también pendiente el debate de las cláusulas espejo.
Desde luego, la transformación está en marcha, y abarca ya a más del 15 por ciento de la cabaña, lo que significa también que el sector está atento a lo que pide el consumidor a través de la distribución. Pero, ¿estará dispuesto este a pagar parte de la reconversión?