Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El principito

16/04/2023

El 6 de abril (Jueves Santo) cumplía ochenta años este entrañable personaje de ficción que para la gente de mi generación supuso un hito fundamental que nos ha ido acompañando puntualmente a lo largo de nuestras vidas como símbolo de la máxima pureza. La diferencia entre él y mi generación es que, mientras nosotros hemos ido envejeciendo, mucho de cuerpo, y algo de alma, tan graciosa criatura se mantiene incólume, ya no sólo en los más de 160 millones de libros vendidos por todo el mundo, en 250 idiomas (incluido el sistema de lectura braille), sino también cuando miramos las estrellas y recordamos su encantadora sonrisa, que por un momento nos hace parecer que todo el firmamento ríe con él; una risa auténticamente celestial.
Su autor, Antoine de Saint-Exupéry, pionero de la aviación comercial, escribió esta epopeya moral (considerado como libro infantil) durante su exilio estadounidense, en un apartamento de Manhattan, y, como tal, vio la luz en plena Segunda Guerra Mundial, en 1943, en inglés. La obra, como posteriormente El viejo y el mar de Hemingway, o Las palabras de Sartre, causó sensación, hasta acabar convirtiéndose en el libro más popular del siglo XX. Y es que desde su publicación ha venido siendo objeto de todo tipo de adaptaciones, entre las que se incluyen grabaciones de audio, obras de teatro, películas, ballets, piezas de ópera y hasta una serie animada.
Visto así, El principito, un poco como Los miserables de Víctor Hugo, resume lo esencial de los grandes valores y temas de la sociedad europea de raíz grecolatina: el sentido de la vida, la soledad, la amistad, el amor y la pérdida. Y, junto a tan hondos asuntos, otros, más íntimos y humanos, como la incapacidad de los seres adultos para ver las cosas importantes. «Soy un hombre serio. Soy un hombre serio», le dice el  businessman, con quien el principito se encuentra en su vagabundeo espacial. La pérdida de la inocencia, de estirpe rusoniana, conlleva la pérdida de la integridad primordial y, con ella, la entrada en el infierno de Sartre: «El infierno son los otros». Frases como «No se ve bien sino con el corazón», o «Lo esencial es invisible a los ojos», con las que el zorro obsequia a nuestro protagonista, valen por toda una filosofía.
El principito, como anteriormente Las cartas desde mi molino de Alphonse Daudet, Pelo de zanahoria de Jules Renard, El gran Meaulnes de Alain-Fournier,  e incluso me atrevería a incluir El extraño o El extranjero de Albert Camus, son lo más puro de una tradición gala que periclita irremediablemente con la entrada de los nuevos bárbaros en Berlín en 1945. Arrinconadas las grandes literaturas francesa, española e incluso la inglesa, la alemana y la rusa, por el poderío de la cultura norteamericana, se impone a Europa un modelo avasallador, cada vez más vaciado de valores éticos y morales, y más dominados por el pragmatismo anglosajón de raíz consumista  y desprovisto de alma, un mundo de usar y tirar en el que la filosofía del ser hace décadas que quedó arrumbada por la filosofía del parecer y la de tener.
Nada extraño que el principito opte por poner fin a su aventura terrícola entregándose a la picadura de la serpiente amarilla. Y es que, reconozcámoslo, se hace difícil para un alma inmaculada vivir en medio de ciento once estúpidos reyes, siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos y trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores. En su pequeño asteroide, pese a la amenaza de los baobads, le basta con mover la silla de un lado a otro para pasarse el día viendo puestas de sol, cuidando de su rosa, que, aunque caprichosa y voluble, para él es única por el simple hecho de haberse responsabilizado de ella.