Ángel Monterrubio

Tente Nublao

Ángel Monterrubio


Eulogio, el Sayagués

29/11/2023

El señor Eulogio, el Sayagués, vendía en los mercados de ganado de Talavera a los tratantes los complementos de su oficio: blusas y sobre-pantalones, impermeables, paraguas, boinas, gorras, tijeras de marcar reses, libretas, garrotas y varas. Montaba invariablemente el tenderete, de lona azul, a la entrada del teso entre los pilares de hierro de una gran valla de publicidad de piensos Biona. Chaparrete, pelo ceniciento, piernas arqueadas, narigudo, boca pequeña en la que sólo quedaban tres o cuatro negros rancajos que escarbaba constantemente con la punta de un palillo que después se llevaba a la nariz para oler. Serio de semblante y movimientos lentos y ceremoniosos.
Una feria de septiembre lo volteó un becerro de media sangre suelto. Cayó de mala manera. Quedó pálido, envarado, como muerto y no se enderezaba de los riñones. Al levantarlo, no conocía ni sabía donde estaba. Lo llevaron, a la sillita la reina, entre Naufer Fernández y 'Manín' hasta el quiosco de San Isidro. Allí, Fausti le preparó una manzanilla doble con mucho esmero y lo estuvo abanicando un buen rato con un calendario de Abonos El Bosque. Pero, de cuando en vez, ponía los ojos en blanco y se lamentaba muy quedo: ¡Ay, mi madre! ¡Ay, mi madre!
Viendo que la cosa no mejoraba, al terminar la feria, lo cargaron en la furgoneta de Aureliano, el Zamorano, detrás y encogido -encima de un poco de paja que echó Ceferino para cubrir las bostas- y arrearon con él donde el tío Isaac, el curandero de Arenas de San Pedro, que le dio unas buenas friegas con alcohol de romero en la rebotica del bar Castilla, entre pilas de cajas de cervezas El Águila y Canadá Dry, sacos de serrín y botes de toreras La Española. La cosa no fue fácil. Tuvieron que agarrarlo recio entre cuatro y se las vieron y se las desearon. En cuanto le puso el sanador los dedos encima los alaridos y las blasfemias se oían en Guisando. Perdió de nuevo el conocimiento y se meó en los gastados pantalones de mahón. Pero las cuerdas, con el sobo y los traqueteos del viaje, debieron volver a su sitio porque ya salió del establecimiento por su propio pie y en el mercado siguiente estaba como un reloj al frente de su negocio con el palillo en la boca.