Luis Miguel Romo Castañeda

Tribuna de opinión

Luis Miguel Romo Castañeda


El ascenso del Homo mediocris

21/02/2023

«El siglo XXI ha conseguido militar en la mediocridad. Por miedo a vulnerar los cánones sociales actuales, estamos siendo mediocres. La brillantez se penaliza», afirma Arturo Pérez-Reverte. Sobre ello también habla Cayetana Álvarez de Toledo: «Donde antes había partidos fuertes, hoy rige una partitocracia. Y donde antes había parlamentarios vigorosos, hoy asoma la grupocracia. Todo el proceso conspira contra el mérito y a favor de la mediocridad». Lo cierto es que ambos académicos dan en la diana: nuestros fríos días asisten a la alarmante expansión de un movimiento contrario al progreso y civilización, un movimiento que conspira contra toda altura intelectual y moral en el ámbito no solo político, sino también académico, cultural, jurídico... Hablamos del ascenso del Homo mediocris.
Si, según Gómez Dávila, para el genio nada carece de interés y casi todo de importancia, el mediocris es reticente a ampliar su horizonte intelectual, especialmente cuando cree tener su vida asegurada. Cierto es que no es ningún incompetente, pero muta en producto enlatado cuando reniega de las máximas de Sócrates y Paulo Freire, la emancipación intelectual y desafío al statu quo. Tal vez por su falta de personalidad e imaginación creadora, su martirizante obsesión por el ayer y su emporio de prejuicios, fanatismos y argumentos flácidos. Jamás encontrarán ideales en él, y mucho menos vocación de servicio a la res publica. Bajo su silencioso vivir, renuncia a la individuación -libertad, conciencia y dignidad- por la que tanto lucharon cínicos y estoicos, y por la que tantos cristianos han dado su vida. Renuncia que no solo hace su existencia vegetativa, sino también, más rutinaria, utilitaria y conformista. Digamos que el Homo mediocris no quiere salir del rebaño, sino compartir cafés, lealtades, favores y poder en él.   
Hablamos de una persona que no admira, envidia. Y no me refiero a la envidia positiva de Aristóteles que permite emular para mejorar el ethos, sino la contraria: la que impide seguir el ejemplo de Cristo o las virtudes de genios como Juanelo Turriano, santos como Teresa de Ávila o héroes como Ignacio Echevarría. Eso sí, no tendrá problema alguno para increpar a todo el que decida emprender el arduo vuelo de la lechuza, y, lo que es peor, para señalar, bajo el calificativo de 'elitista', a toda persona que honre a quien sobresalga por su mérito, virtudes o acciones. Su peligrosidad aumenta cuando decide eliminar a quien suponga una amenaza. Por eso, tras su endeble carácter no hay más que una alta sensación de infravaloración, susceptibilidad, cobardía y manía persecutoria. Vamos, un pequeño Nerón con la patente de corso para configurar un sistema donde los ideales se marchiten, la dignidad se ausente y la moral se resigne. Y donde todo ciudadano que cultive la libertad e igualdad, así como toda ética, sea purgado de la mesa de debate sin el más mínimo miramiento, para que muera el honor, para que pierda la virtud, para que caiga la polis.
Cuenta Heródoto en Historia que Periandro, tirano de Corinto, consultó a Trasíbulo para que le aconsejara cómo asegurar su posición en la corte. Pasearon en un trigal, y Trasíbulo cada vez que veía una espiga que sobresalía por encima de las demás, la desmochaba. Así eliminó lo más espléndido de aquel fructífero campo, igualando el conjunto. Periandro comprendió la metáfora: debía decapitar a los ciudadanos más sobresalientes si quería mantener el poder y asegurar el pensamiento de rebaño. Y es que, si en la tiranía no hay mejor forma de gobernar que decapitando virtuosos, en la democracia no hay mejor forma de gobernar que con mediocridad. Así, cuando esta se engrosa, la democracia deviene en mediocracia gracias a la idea de la equivalencia sin excelencia intelectual ni moral: el igualitarismo. Un concepto que, a pesar de ser desmontado desde Plutarco a Fernando Savater, es exacerbado por un posmodernismo empeñado en uniformizar a la baja. Y que, además no solo atenta contra la igualdad de oportunidades, sino contra la misma naturaleza humana. No hay más que leer a don Quijote: «Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro, sino que hace más que otro». Lo que refuerza a Chesterson cuando dice que hemos llegado a los tiempos de desenvainar la espada para afirmar que el pasto es verde.
Cierto es que siempre habrá gente para todo, y que el Homo mediocris es hasta necesario para el equilibrio de la polis. Pero descubrir la deriva que implica su actual predominancia en nuestras democracias es indispensable para contrarrestar su avance civil e institucional. En este momento, la mayor de nuestras luchas es el art. 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, la defensa del mérito y virtud frente a la tiranía niveladora que oculta el talento bajo siete llaves. Y para ello, no hay más que seguir a Tocqueville en La democracia en América para reclamar nuestra libertad, emular la ejemplaridad y preservar todo atisbo idealista de la juventud.  Ser, como dice José Ingenieros, el Perseo de Cellini que exhibe la cabeza de Medusa en la florentina plaza de la Señoría. Precisamente, porque su manierista gesto representa al idealismo decapitando la mediocridad, entregando su cabeza al demos. Los resultados de esta desviación son una incógnita, pero mirar hacia la cima antes que a la llanura es conditio sine qua non para salir de este atascadero, para apartar la polis de las guerras de perfil bajo, y, sobre todo, para blindar de orden, razón y naturaleza a la humanidad.