Miguel Delibes

Antonio Pérez Henares
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El escritor de quien más he querido aprender

El exitoso novelista - Foto: EFE

No llegué a conocer personalmente a Miguel Delibes, aunque he mantenido y mantengo una ya larga relación de amistad con alguno de sus hijos. Pero confieso que es el escritor español del que más he querido aprender y a quien más he admirado tanto en lo literario como, también y mucho, en su humanidad y manera de ser.

Tan solo hace unas semanas, aprovechando una corta estancia en Valladolid, me acerqué paseando a la casa donde nació el 17 de octubre de 1920, en la Acera de Recoletos, para ver la placa que lo recuerda y su frase grabada allí: «Soy como un árbol que crece donde lo plantan».

A él lo plantaron en Castilla y nos ha dado buena y fresca sombra a quienes nos hemos querido arrimar a él y aprovechar sus frutos, sus escritos y su ejemplo. En ambas cosas siempre he envidiado su sencillez, que es lo más contrario a la simpleza, su hondura, su precisión y su mesura. Virtudes que hoy mucho fantoche exitoso considera los peores defectos que se pueden tener.

Siempre he creído que si hubo en España, dentro de su generación, alguien merecedor del Nobel de Literatura antes que nadie, era él. Hoy creo que la historia de la literatura, más allá de premios, le hará justicia como en realidad ya se la están haciendo en buena medida los lectores. Un buen puñado de sus obras siguen siendo referentes y manteniendo una vigencia y vigor que otros autores han ido perdiendo con el paso de los años.

A Delibes me unieron muchas percepciones y sentimientos compartidos con los que pude hermanarme a través de sus escritos. El amor por Castilla, por una tierra, un paisaje, un paisanaje y una raíz comunes que rezumaban sus palabras, fuera él de Valladolid y yo de Guadalajara, eso daba igual. 

Me atrajo desde que de muy joven lo comencé a leer. Su limpio, amplio y medido castellano aumentó mis ganas de aprender de él. Su trayectoria y personalidad me atrajeron luego, al saber de su biografía y actitud vital. Por supuesto, supe que en su juventud se enroló como voluntario con apenas 18 años en el ejército franquista e hizo la guerra en el crucero Canarias. Incluso yo mismo había tenido familia muy cercana en ambos bandos, aunque mayoritariamente en el bando nacional.

Era ya periodista como lo había sido él, que había comenzado de caricaturista. Era buen dibujante y crítico de cine en el Norte de Castilla, donde llegó a ser director. 

Yo había empezado en el diario Pueblo y quería escribir libros también. Vivía por aquel entonces muy intensamente la política, pues había en muchos de nosotros un anhelo común: dejar atrás la dictadura, alcanzar la reconciliación e intentar juntos trazar un futuro mejor en democracia y libertad. Delibes había dado pruebas también de buscar ese reencuentro.

O eso entendía yo, pues no había tardado siendo todavía joven en tener problemas con la censura tanto en sus clases de Historia en la escuela de Comercio, como luego cada vez más frecuentes en El Norte de Castilla, donde primero ascendió a subdirector y luego a director, acabando por dimitir en el año 1963 tras varios encontronazos con Manuel Fraga Iribarne, ministro por aquel entonces de Información y Turismo. 

Para entonces ya era un escritor muy reconocido, pues había ganado el premio Nadal con su primera novela La sombra del ciprés es alargada. Aunque no fue aquella la que años más tarde sería la que yo leyera sino El camino, publicada en 1950 y que yo leí ya muy avanzados los 60. 

Me produjo un gran impacto, pues algo había en ella que yo había sentido en buena parte en mi propio ser y peripecia vital de mi niñez: el descubrimiento de la vida y la dura experiencia y el miedo al abandonar el pueblo y marchar a la ciudad. En mi caso, el pequeño Bujalaro alcarreño para ir como emigrante a una población mucho mayor y muy alejada y extraña en sus hábitos y gentes: Durango en el País Vasco. 

Y créanme si les digo que esta pasada Semana Santa, que pasé en mi pueblo natal, di una conferencia en la escuela, ahora humilde biblioteca del lugar y donde con cinco años aprendí a leer, y no pude dejar de recordar con emoción a mi primer maestro, don Enrique, y de quien quise aprender a escribir, don Miguel.

Cada cual y de cada uno de nuestros autores predilectos, tenemos todos obras que señalamos sobre las demás. Las mías, en su caso siempre han sido, amén de las dos ya citadas, Las Ratas y, al compartir su pasión por la naturaleza, la caza y la pesca, Diario de un cazador, cuyos libros de esa temática han sido mi pauta de comportamiento en el medio natural y cinegético.

Por Delibes y por Félix Rodríguez de la Fuente fui, por cazador, ecologista, al tiempo que, por ecologista, sigo siendo cazador. En más de una ocasión he hablado de ello y compartido emociones y razones con su hijo Juan. 

Por último, de su extensa obra no quiero olvidar tres títulos que considero un verdadero trío de ases de toda nuestra literatura. Cinco horas con Mario, convertida luego en una impresionante obra teatral; Los santos inocentes, que llevada al cine lo llevo a él a una de las cumbres que quizás ya no ha vuelto a alcanzar en nuestro país; y El Hereje, su obra final. 

Al acabarla y mermado cada vez más por un cáncer de colon con el que tuvo que vivir muchos años, decidió dejar los trastos de escribir, aunque alguna vez postrera lo volvió a intentar. 

Fue largamente premiado y reconocido. Obtuvo el Príncipe de Asturias de las Letras y el Cervantes, máximo galardón literario existente en la lengua española. 

Murió reconocido por tirios y troyanos y entendido por la inmensa mayoría por lo que siempre fue, un hombre cabal. Y un escritor absolutamente genial. 

Aunque es otro autor español al que injustamente se le negó, como antes le había sucedido a Benito Pérez Galdós, a pesar de estar varias veces propuesto, el ilustre Premio Nobel.

Hoy lo he querido traer a estas memorias, tan solo y como habrán podido leer, para manifestar sin rubor y con toda humildad mi admiración por él.