Fue esencialmente un año, lo digo, de tragedias. De las brutales y de las sonrosadas, por ejemplo esta que nos encabeza: la separación, luego divorcio, de la nieta de Franco y del tristísimo y tedioso duque de Cádiz, Alfonso de Borbón. La prensa del corazón se forró con la hecatombe y recordó las circunstancias de aquel matrimonio de conveniencia que urdió en 1972 el papá de la niña, el doctor Martínez Bordiú, con la esperanza de que el suegro, nada menos que el Caudillo de España, rectificara el gol dinástico y nombrara al impostado duque, 'sucesor a titulo de Rey'. La martingala no cuajó, entre otras cosas porque en su momento la España predemocrática se tomó a pitorreo el enlace. El embozado poeta, (Franco le persiguió incluso en la clandestinidad), el mejor satírico de la época, Sánchez Creus, compuso un romance para la ocasión desternillante. Decía: «La vetusta Monarquía de los Austrias y Borbones/ se renueva en estos días con renovados blasones…/ faltaba en la dinastía la sangre de un dictador y las manos de un doctor que convierta a los citados en renovada jauría…». Y terminaba: «Brindemos pues por España, por Borbón y por Bordiú/ nuestra copa de champaña por el Reino Codorniú». Así no había manera de convertir en Reina a Carmencita.
El otro episodio de opereta bufa fue la huida de España de José María Ruiz Mateos al que antes, un 23 de febrero, fecha emblemática en el país, le levantó su emporio (18 bancos, no menos de 500 empresas) Miguel Boyer, ministro de Economía (¿recuerdan?: «¡Que te pego, coño!») Tenía aquel personaje un perfil de emprendedor y pillo a la vez. Le quitó Hacienda hasta bares y mantequerías después de que, según el Gobierno de González, no atendiera los avisos fiscales y se negara a publicar las auditorías de Arthur Andersen. Así que el marqués de Olivara decidió poner tierra de por medio y se fugó del país ¡vestido de lagarterana! Aquello jurídicamente fue un expolio, tanto que más tarde el Tribunal Constitución tuvo que hacer piruetas para sacarlo adelante en una sentencia bochornosa que terminó con la Presidencia de don Manuel García Pelayo, un exiliado que regresó a España con la democracia y que volvió a irse avergonzado de lo que había hecho.
Pero es que en España mandaba el PSOE y no daba lugar a tibiezas. Los ministros más talibanes, Maravall, de Educación, estaban por cambiar el país hasta que no lo conociera «ni la madre que le parió» (Alfonso Guerra dixit), pero la calle se empezó a enfadar y un disminuido, más de cabeza que de piernas, el Cojo Manteca atizó revueltas que González se dedicó, al más puro estilo socialista, a disimular sin éxito con otras provocaciones como la reforma de la Industria que levantó en armas y al mismo tiempo a Sagunto, esta vez sin cartagineses, y a Cantabria, donde Pallarés, un gobernador «muy rojo», de esa guisa se definía él, se dedicó a zurrarle la badana a los «compañeros de la UGT». Esta central del sindicato socialista aún no se lo ha perdonado a Carlos Solchaga, a la sazón ministro de Industria.
Y entre alboroto y noticias felices: el Oscar a José Luis Garci por Volver a empezar (Zainkiú veri mucho, en este inglés macarra se lo agradeció a la Academia) no faltaron los dramas verdaderos: en solo diez días dos accidentes aéreos sacudieron a España: el 27 de noviembre, un Boeing se estrelló en Mejorada del Campo y dejó la terrible secuela de 181 muertos, y apenas una semana más tarde un DC9 de Aviaco, entonces compañía estatal, chocó en Barajas con otro Boeing, esta vez de Iberia, y la embestida causó otra centena de fallecidos. La tragedia tuvo consecuencias de todo tipo, esta muy curiosa; en los seis meses siguientes las reservas de billetes cayeron en España ¡mas de un 40 por ciento!, parece que, tras aquellos accidentes, los españoles acendramos nuestra natural tendencia hacia la superstición.
Y hacia los rezos masivos que de todo hubo. No los patrocinó la Iglesia de la época, entonces ocupada en combatir el aborto, el de los tres supuestos (violación, malformación y afectación psíquica) que presentó un buen ministro de Sanidad, Ernest Lluch, del que nadie sigue sin hablar mal quizá porque murió tras ser ametrallado por ETA. La Ley produjo una solo mediana afección en la Conferencia Episcopal porque, como señalaba un obispo singularmente listo, Fernando Sebastián: «Si la Iglesia ha sobrevivido en Polonia, no hay razón para que no sobreviva en España». La gente confesa, más que los clérigos, esta es la verdad de lo acaecido, se lanzó a las calles y se confrontó, sin llegar a las manos, algo es algo en España, con las primeras feministas enragés del país, a las que el proyecto liquidador de González les pareció de muy poca entidad, por eso le gritaban en las pancartas: «Felipito, aborto libre y gratuito». No fue en todo caso una guerra de religión. Los héroes de esa resistencia venían de fuera: uno de los causantes de que el catolicismo no se marchara de vacaciones durante el invierno del comunismo polaco fue el obrero metalúrgico Lech Walesa, que fue recompensado en 1983 con el Premio Nobel de la Paz. En España se celebró el galardón porque los polacos, que siempre han sido unos mártires, caen en este país muy bien, únicamente se desmarcó de las felicitaciones el secretario general de Comisiones Obreras, Marcelino Camacho, que dijo tener más méritos porque él había soportado las «mazmorras» (sic) del franquismo. No le faltaba razón al honrado y pesadísimo sindicalista.
Al que también, por cierto, le pareció de pírrica relevancia la semana laboral de 40 horas que decretó el Gobierno, harto de que le empezaran a llamar franquista. La fábrica de Guerra se refugió desde la televisión oficial, la única de entonces, en satisfacer a la Nación con un despliegue sin precedentes de un acontecimiento deportivo histórico: la victoria de España sobre Malta, un 12 a 1, que convirtió al portero maltés, un tal Bonano, en nuestro VIP nacional, casi a la altura del aragonés Juan Señor, que metió el último gol que clasificó a España para la Eurocopa. Excuso añadir que el arquero benefactor nunca más tuvo que pagarse el veraneo: la Costa del Sol le esperaba año a año con los brazos abiertos.
Y como no hay año sin ilustres muertos en ese se nos fueron Joan Miró, el pintor catalán sobrio y parece que ininteligible con su arte pueril, y Luis Buñuel, el director de tanto cine polémico que nunca llegó arraigarse en España una vez muerto Franco. Lo cierto es que aquí le tratábamos con una alguna crueldad porque el fundamentalismo político y religioso aún corría por nuestras venas. Viridiana nunca fue aceptada como gran película en el suelo patrio. Pero es que aquí es muy difícil contentar al personal, que lo diga si no la tonadillera Isabel Pantoja, que se casó con el torero Paquirri y se gastó en el traje casi un millón de pesetas. Pantoja a lo largo de su vida se ha desmayado tres veces: la primera fue efectivamente en su boda cuando la multitud se abigarró y casi le asesina de fervor; la segunda, cuando su marido Paquirri murió tras la bestial cornada de Avispado en Pozoblanco; la tercera, cuando entró en la cárcel víctima de las golfadas de un exalcalde de Marbella. Ahora le trae a mal traer el niño Paquirrín, una suerte de imbécil, feo y despilfarrador que puede terminar con la vida de mamá.