Una estación de paso acogedora y abrigada

M. G.
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Julio César, un venezolano de 40 años sin empleo, es uno de los muchos residentes del albergue de Cáritas, que acoge a 25 personas en este momento. Sebastián y Maxi también comparten historias duras

Una estación de paso acogedora y abrigada - Foto: Yolanda Lancha

Un canario cantarín pone la nota de color en el patio del albergue ‘Cardenal González Martín’ que gestiona Cáritas Diocesana desde hace muchos años. Al pájaro le gusta el ruido y el ir y venir de los residentes  por las mañanas. Entre todos asean la jaula y lo cuidan para que no le falte de nada aunque haya perdido una pata hace tiempo. Los gorgoritos animan en días grises, en mañanas pensativas en las que no se sabe si escampará pronto ni si la vida volverá a su sitio rápido.

Al canario también le gusta observar las conversaciones, las amistades fugaces de un albergue de paso y la unión casi fraternal de la mayoría de los huéspedes, que buscan un empleo para conseguir vivir con autonomía . Para otros, el trabajo se esconde algo más porque primero hay que salir de enfermedades o adicciones, pero todos buscan su sitio y suficientes recursos para habitar un techo propio, alquilado o comprado, y deja r atrás un acogedor albergue que abre sus puertas a los que más lo necesitan sin que firmen una fecha de salida, cada uno cuando esté preparado para apretar el ‘play’.

«Lo que más deseo es salir de esta situación y encontrar trabajo». Julio César esconde su decepción en su gorra negra desde hace meses. Llegó de Venezuela, junto a su mujer y sus dos hijos pequeños, hace un año y cuatro meses con la esperanza, como muchos de ellos, de que España podría ofrecer oportunidades y mejorar sus vidas. La realidad está siendo muy diferente, en parte también por la crisis económica que está dejando a su paso la pandemia.

Una estación de paso acogedora y abrigadaUna estación de paso acogedora y abrigada - Foto: Yolanda LanchaEste venezolano de 40 años no podía seguir más tiempo en su país porque su vida corría peligro. Allí sí tenía trabajo en el  Ministerio de Finanzas, pero llegó un momento que un embrollo político cambió la situación y «comenzaron las humillaciones y  mi vida corría peligro». Por eso, la familia pensó durante un largo años salir del país y buscar un futuro más seguro para sus hijos de ocho años.

A veces, la imaginación choca con la realidad. La familia pagó sus pasajes de avión y se vino para España, pero las aparentes oportunidades laborales que aparecieron en Santiago de Compostela y en Valladolid, por medio de amistades, «no resultaron como se esperaba» y  no encontró empleo. Además , Julio César y su mujer se separaron y él terminó viniendo a Toledo,  ya que conocía la ciudad,  y un cura llamado José María le habló del albergue de Cáritas.

«Hablo por teléfono todos los días con mis hijos y sé que están bien». No los ve ni tiene dinero para encontrarse con ellos, pero sabe que cuando encuentre un empleo más o menos estable podrá disfrutarlos . No sabe la fecha ni tampoco los días que le quedan aún residiendo en este albergue, pero le ha sorprendido tanta hospitalidad y la ayuda permanente de los trabajadores y voluntarios de Cáritas. «Hay que ser agradecidos porque aquí te sientes como en familia y se preocupan de corazón».

Una estación de paso acogedora y abrigadaUna estación de paso acogedora y abrigada - Foto: Yolanda LanchaJulio César está deseando encontrarse de nuevo con el sacerdote que ya le prestó ayuda hace tres semanas para hablar de posibles trabajos. Tiene permiso de residencia y muchas ganas de ponerse el despertador y salir a ganar un sueldo.  Sin embargo, no puede olvidarse de las dificultades que plantea su reto y está dispuesto a volverse a Venezuela con su familia pronto si en España continúa parado mucho tiempo. «Los familiares me dicen que me vaya para allá», pero no quiere tener a sus hijos a tantos kilómetros de distancia y conformarse con videoconferencias.

«Lo he pasado mal y con mucha nostalgia por sentirme solo. La situación ha cambiado mucho porque cuando vine éramos una familia y he terminado viviendo en la calle». De vez en cuando, brotan recuerdos con los que desahogarse con otros residentes, una manera de calmar la angustia y de sentir que sus problemas «son pequeños en comparación con las historias que  traen aquí otras muchas personas, algunos enganchados incluso a las drogas».

Por este albergue de la calle Aljibes han pasado ya 339 personas este año, prácticamente la mitad que en 2019, pero lo cierto es que este recurso ha cambiado su objetivo y ha dejado de ser un centro de acogidas urgentes a uno de estancia estable que ofrece la oportunidad a sus residentes de marcarse un itinerario con el objetivo de que en unos meses consigan salir de su situación de vulnerabilidad y encuentren trabajo. Pese al cambio, también mantiene abiertas sus puertas para casos puntuales de urgencia, sirve comidas aunque ya no sea un centro de estancias diurnas y ofrece su servicio de ducha y de lavandería a las personas que están en la calle «porque el aseo es fundamental». explica Virginia Rodríguez, coordinadora del  área de personas sin hogar de Cáritas, puesto en el que lleva ya una década.

Una estación de paso acogedora y abrigadaUna estación de paso acogedora y abrigada - Foto: Yolanda LanchaEl tiempo mínimo de estancia suele ser un mes y no se ha establecido un máximo, pero algunos residentes se quedan un año. En estos momentos el albergue acoge a 25 personas y tiene dos plazas libres, pero en cualquier momento pueden ocuparse, bien porque llegue alguien derivado de Servicios Sociales  o porque llame al timbre pidiendo ayuda y cumpla con los requisitos, entre ellos, no consumir drogas.

Cáritas tiene su plantilla fija, en la que se incluye Diego Gajo, un trabajador social que lleva siete años en el albergue. Un joven alegre y dicharachero que explica que en el centro se cumplen a rajatabla estrictas medidas sanitarias para evitar contagiarse de coronavirus. Normalmente, los nuevos inquilinos llegan con una PCR hecha y negativa, usan mascarilla en la vía pública y en espacios cerrados del albergue, pero en el patio hay mayor libertad porque son «convivientes». Entran y salen con normalidad hasta las ocho de la tarde, salvo cuando se produjo el confinamiento, una medida que obligó a cerrar también la puerta de salida y permanecer 24 horas en el centro, tanto a los residentes como a los empleados y  voluntarios de Cáritas. Estos últimos no superan la docena.

«Lo más importante es sacarlos de la situación de estar en la calle», apunta Diego. «Tratamos de que no pierdan la esperanza porque son personas con vidas muy estresantes y con historias muy duras y ayudamos a que encuentren un hogar», comenta Virginia, muy contenta porque la convivencia suele ser buena salvo en casos puntuales.

Una estación de paso acogedora y abrigadaUna estación de paso acogedora y abrigada - Foto: Yolanda Lanchacon la familia Maxi se marcha en cinco minutos después de haber permanecido poco más de veinte días en el albergue. Llegó muy mal tras una traumática ruptura con su pareja, con problemas de alcoholismo, una gran ansiedad,  «y un intento de quitarme la vida», pero sale del centro con muchas ganas de vivir, con la mente puesta en  buscar un empleo, ya que lleva once meses sin trabajo a pesar de haber sido funcionario en dos ayuntamientos. Su madre y su cuñado se han acercado a por él para llevarle a casa.

«Gracias a ellos me encuentro muy bien», afirma Maxi junto a su pequeña maleta roja un par de minutos antes de marcharse. Lleva a cuestas un buen currículum laboral porque ha trabajado también como fontanero, cerrajero y otros oficios, pero no tiene todas consigo respecto al empleo por la situación económica actual y su edad, a punto de cumplir 45 años, lo suficientemente joven para trabajar «en lo que sea», pero de edad para un mercado ingrato.

Sebastián, grande y tranquilón, también se acerca para hablar de trabajo. Es feriante y lo dice como si se tratase de un empleo en extinción. «Soy nómada», insiste, con lo que no le importan moverse de acá para allá si hace falta, pero el covid no lo está poniendo fácil. «Vamos a morir de hambre antes que de coronavirus». Sonríe con ironía y asegura que en más de una ocasión se había adelantado hablando del virus y sus consecuencias y le tomaron por loco.

De momento, la única feria colorida es la que lleva en su brazo como tatuaje. Sebastián no pone pegas al trabajo y está dispuesto a volver al campo si le da un sueldo. Lo de buscar casa no va con él porque está acostumbrado a vivir en las ferias y pasar media vida en la carretera, con lo que tampoco se ve en Palma de Mallorca con sus familiares.

De momento, espera, al menos, trabajar días sueltos si se montan atracciones en alguna ciudad, pero lo ve difícil «por el miedo de la gente». Este joven sabe que se habla mucho de los males de muchos sectores en crisis debido al virus, pero no se dice nada de los feriantes ni de  las faltas de ayudas. Sebastián no pierde la sonrisa. Cuenta los días para que la administración le abone mil euros pendientes y aprovecha las mañanas para compartir buenos ratos con sus compañeros de albergue, esa familia que abriga tanto en estos tiempos.