El último servicio a Toledo del arquitecto Manolo Santolaya

Adolfo de Mingo Lorente
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El pasado 4 de diciembre dio a conocer la actividad del Consorcio en un congreso internacional, recibiendo el aplauso de algunos de los arquitectos-restauradores más importantes de Europa, entre ellos Calogero Bellanca (Universidad de Roma)

El arquitecto Manuel Santolaya a finales de los años ochenta (diario YA). / Archivo Municipal de Toledo

Conmocionado aún por la muerte del arquitecto Manolo Santolaya -Toledo es una ciudad menos brillante, menos culta e infinitamente menos humana desde que nos abandonó, el pasado 15 de enero-, dolorosamente frustrado por no haber sido capaz de dedicarle la despedida que se mereció, ni entonces ni ahora -después de haber escrito decenas de obituarios, la tinta no brota-, quiero recordar y compartir aquí la última sobremesa que compartimos.

Fue el 4 de diciembre de 2020 y no se me ocurren mejores palabras para describir aquella reunión que las que Alison Doody dedicó a Sean Connery tras descubrir el sepulcro del caballero en Indiana Jones y la Última Cruzada. Manolo Santolaya estaba risueño como un colegial. Esa misma mañana había participado en la última edición del congreso internacional Diálogos en ReUso, celebrado de manera virtual debido a la pandemia, recibiendo el aplauso de algunos de los arquitectos-restauradores más importantes de Europa, entre ellos Calogero Bellanca, principal representante de esta disciplina en la Universidad de Roma La Sapienza.

Ya conocedor de su marcha del Consorcio, la institución a la que había permanecido ligado durante dos décadas, aún tuvo tiempo para presentar ese día, ante la flor y nata de la profesión, un completo resumen de las actuaciones más significativas realizadas en Toledo. La singular bóveda elíptica de Santo Domingo el Real -«¡Restaurada con una goma de borrar!», como siempre recordaba, entusiasmado-, las Termas Romanas de Amador de los Ríos o las valiosas alfombras de azulejería de San Clemente fueron dadas a conocer por Manolo Santolaya a los más prestigiosos restauradores de la Escuela de Arquitectura de Florencia, la IUAV de Venecia o el Politécnico de Milán, instituciones herederas de los postulados pioneros de Camillo Boito y Gustavo Giovannoni. Ahí es nada.

Tras los calurosos aplausos, que el arquitecto compartió con la directora del Área de Gestión Patrimonial del Consorcio, Soledad Sánchez-Chiquito, así como con el resto de su equipo, Manolo Santolaya fue invitado a presentar ese magnífico Toledo en Roma, en un nuevo encuentro internacional que estaba previsto celebrar a finales de 2021. Habría dejado el listón bien alto, presentando en plena cuna del Renacimiento la serliana del palacio de don Fernando de la Cerda, el arrimadero de las Comendadoras de Santiago o los dos sepulcros de la familia Silva en una capilla lateral de Santo Domingo el Real, que él consideraba casi un pedazo de la arquitectura de Miguel Ángel en pleno corazón de Toledo.

Este último servicio de Manolo Santolaya a nuestra ciudad se produjo sin que nadie se hiciera eco de la noticia. No le importó demasiado. Dimos cuenta de una magnífica merluza para celebrarlo. Quienes hayan conocido a Manolo Santolaya de verdad -como los editores del blog Hombre de Palo, responsables del obituario más personal dedicado a su colega y amigo; como el arquitecto técnico Juan Francisco Serrano, que comparte conmigo la misma dolorosa sensación ante su pérdida- lo recordarán disfrutando de largas e inteligentes sobremesas. Era uno de los mejores conversadores que jamás he conocido. Como Manuel Vázquez Montalbán, disfrutaba de una agilidad inaudita -y esta característica siempre es sinónimo de inteligencia- a la hora de entremezclar los grandes temas con los más triviales.

La música, la lectura y el cine habían sido sus grandes aliados durante la pandemia. Le permitieron mitigar el dolor por la pérdida de amigos como el abogado Manuel Pulgar o el arquitecto Ignacio Álvarez Ahedo, cuyo fallecimiento, el pasado 24 de abril, le impactó profundamente. Mantuvimos muchas conversaciones en aquellos meses. Le interesaban desde los compositores toledanos de música antigua hasta la más reciente serie de televisión emitida por la RAI. Durante estos últimos meses le fascinaban los crímenes de Non uccidere, resueltos por la actriz Miriam Leone a la sombra de la Mole Antonelliana de Turín.

Italia estaba presente en muchas de estas conversaciones. Sus recuerdos le llevaban desde el Harry’s Bar de Venecia -donde hace dos años le prometí, sin cumplirlo, que probaría los bellini que tanto gustaban a Orson Welles- hasta el paisaje de Las Marcas y de las pequeñas ciudadillas de la Romaña con las que un italiano cabrón comparó a Toledo a mediados del siglo XVIII. Y Nápoles. Sus conversaciones sobre este país, que conoció bien, acompañado por la historiadora del arte Palma Martínez-Burgos, siempre pasaban por Nápoles, ciudad que le fascinaba de punta a punta, desde el palacio de Caserta a la cueva de la Sibila. Me recomendó varias veces visitar los viejos templos de Paestum acompañado por un guía taxista cuyo número no llegué a anotar. Parte de Palma y de él permanece en aquella campiña. Ahora el desconsuelo manda y empaña la verdad de que -después de casi treinta años- no es posible separar las puertas de un mismo díptico.

El blog Hombre de Palo ha destacado ya su «formación clásica y pensamiento contemporáneo». Desde el Consorcio, el Ayuntamiento y la Escuela de Arquitectura han mencionado su actuación en edificios como la ermita de Santa María de Melque o el monasterio de San Clemente. También su faceta como profesor de Historia de la Arquitectura, que manifestaba con sencillez y generosidad. Quiero recordar aquí su admiración por José Antonio Corrales -teníamos previsto dentro de unos días, precisamente, dedicar un reportaje al XXV aniversario de su Centro Tecnológico de la Madera, que construyó en el barrio del Polígono- y su colaboración con el británico David Chipperfield, cuando muy pocos arquitectos toledanos habían salido de España todavía. Su alabanza del arquitecto Manuel Serrano, con quien compartía una gran amistad.

Destacaba también a menudo la obra de Francisco Jurado, Javier Bernalte, José Ramón González de la Cal y Benjamín Juan Santágueda (y sin duda alguno más, que ahora no recuerdo). Admiraba al restaurador Graziano Panzieri. Sentía un profundo cariño por el historiador Javier María Donézar, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid, su cuñado, con quien compartía largos paseos que ojalá ambos puedan seguir manteniendo.

Todo esto formó parte de la carrera profesional de Manolo Santolaya. Pero también es necesario recordar aquí un proyecto que no consiguió. En estos últimos años aspiró a que Toledo pudiera disfrutar de unas infraestructuras culturales semejantes a las del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, que permitiesen investigar, conservar y difundir el patrimonio de forma global. Soñaba con aprovechar algunos edificios como centros de investigación del pasado toledano. Los conciertos en San Sebastián, en cierta manera, surgieron de esta idea. También tenía en mente la creación de un centro documental dedicado a preservar la memoria de los arquitectos.

Aún es pronto para pensar en homenajes, pero, llegado el momento, sería un fantástico recordatorio el monasterio de San Clemente, a cuya restauración dedicó muchos años (no se me ocurre mejor guía para visitarlo precisamente en un año como este, cuando se celebra el centenario del rey Alfonso X el Sabio). Otra alternativa sería la plaza de Alfonso VI, donde dio solución a la escultura de Chillida. O el Edificio Lorenzana, cuyas crujías recorrimos en muchísimas ocasiones, debatiendo sobre el arquitecto Ignacio Haan (él lo pronunciaba Aan, a lo flamenco). Con la muerte de Manolo Santolaya, Toledo ha perdido a un gran arquitecto, un excepcional conocedor de su pasado y a un hombre culto. Yo he perdido a un amigo. Prácticamente, a un padre.