Los políticos del humo

Antonio Pérez Henares
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El desprestigio de la casta cada día es mayor pero, lejos de remediarlo, lo que a cada hora contribuye es a dar la razón y más pruebas para ahondar en él

Los políticos del humo

La tarea esencial, primordial, obsesiva, casi exclusiva y casi excluyente, que ocupa al político, desde que despierta hasta que se duerme e, incluso, en sueños, es vendernos la moto. Su moto. A ello, se dirigen todos sus pensamientos, acciones, saberes, pillerías, obras, palabras, gestos, risas, sonrisas y lloros. La política hoy, más que nunca, no es hecho ni paño, es cuento y venderlo. Mayormente, vender humo.

Ello es el común denominador del político actual, su elemento unificador más allá y mucho más definitorio que sus ideologías, disputas y enfrentamientos. Tomados de uno en uno, o en conjunto, y como profesión. Pues, en eso, ha venido a derivar, en carrera, lo que no era y, supuestamente es, sino representación temporal de una ciudadanía que lo elige para esa función durante un tiempo pues antes, y después también, se supone que deberían tener su propio oficio y labor.

La venta de la moto sin ruedas es lo que ahora se llama «relato», o sea quedar ellos bien y los rivales mal, a base de aparentar, exhibir, dar el pego, engolar o, gran virtud del momento, mentir con total desparpajo se ha venido a llamar «comunicación». 

A eso dedican su energía y su tiempo en una proporción creciente y desbocada, pues todo hecho o acción va esencialmente encaminado a pregonarlo con la mayor fanfarria posible al tiempo qué y en igual o, incluso mayor media, la otra gran ocupación consiste en denigrar, ensuciar, ridiculizar y arrastrar a la ignominia cualquiera de las acciones o declamaciones que el rival haya hecho. Que esa es otra: la declarativitis. Yo declaro, tú declaras, él declara y, luego, en plural y, después, contra y recontra declaración, y así en sesiones de mañana, tarde y noche y por todas las radios, redes y televisiones hasta el juicio final.

La inundación es total, pues, además, el porcentaje de políticos por número de habitantes alcanza proporciones que ríete tú de las alarmas de la COVID. Aquí ya el 500 y el 1.000 por cada 100.000 habitantes son cifras ampliamente superadas. La inflación, o infección, de un inmenso ejército de gentes, militantes, familiares, parejas, novios, arrimados o allegados, que se dice ahora, que han hecho de la política su medio de vida es descomunal y, al igual que con la pandemia, en ello ocupamos podios y cabeceras a escala europea y presumo que también mundial. Los presuntos «regeneradores» de la política han sido aquí especialmente diligentes y han conseguido colocarse y colocar a más colocados que hormigas en un hormiguero. Pero que, encima, no son hormigas sino cigarras o chicharras, que se llaman también, cuya dedicación, y no solo por desgracia en la canícula veraniega, no es otra que no dejar ni por un instante de chicharrear.

Se queja la clase política, la casta que decían los que ahora son ya la casta más precoz, de su descrédito galopante. Y es verdad. Se lo han ganado a pulso. Primero, convirtiéndose en eso y, segundo, profundizando en los peores estigmas de esa condición. El desprestigio de la casta cada día es mayor pero, lejos de remediarlo, lo que a cada hora contribuyen es a dar razón y pruebas para ahondar en él. Da igual a qué momento o aspecto se mire, sea el virus coronado o sea la tormentosa Filomena. En todos, el espectáculo es ya de sobra previsible y reiterado. No hace falta ninguna para poner ejemplos. En cada sitio, en cada lugar y a cada minuto ya tienen ustedes un par.

Pero aún hay algo peor a esta enfermedad y es el supuesto remedio que quienes sobre ello despotrican ofrecen y cuyos resultados son aún más catastróficos. Se ha venido en llamar populismo. Y es esa mezcolanza de caudillismo, totalitarismo e imposición que desde un extremo o desde el otro dicen que van a combatir tales excesos y, en realidad, a lo que aspirar es a conseguir con ello el convertirse ellos en el exceso más absoluto y total. Como ya se vio y se sufrió en el pasado y como tristemente puede que nos vuelva a suceder porque el borrado sistemático y bisojo de la memoria es el otro gran instrumento de esta «comunicación», o sea, lo que era propaganda y agitación de toda la vida para lograr encenagar el cerebro colectivo de una sociedad y una nación y reinar sobre los escombros de sus principios, valores y prosperidad.

Degradación

El humo político lo inunda todo y lo que no lo anega él, lo copa y completa la otra gran aportación de la «modernidad», el desparrame de la degradación, y su conversión en modelo a imitar inculcados, martilleada contumazmente a enormes masas de población y que ha enaltecido a la telebasura y sus troupes de mamarrachos en referentes de opinión y en modelos de vida. Con tales y preclaros líderes al frente y con tales modelos de conducta social no es posible imaginar qué es lo que puede irnos mal.

La nieve de Filomena acabará por disolverse. Y hasta puede que la recordemos con nostalgia, incluso, a pesar de sus pesares. Pero la humareda, esa sí que no se va a disipar. Cada día encenderán una nueva y pondrán todo su empeño en atizarla y atufarnos a todos los demás.