Sigfrido amante y vengativo

Ilia Galán
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El Teatro Real, único de Europa que ha mantenido toda su programación pese a la COVID-19, ofrece un gran festín wagneriano centrado en el poder, el deseo y la pasión bajo una escenografía chatarrera y plana

Sigfrido amante y vengativo

Heroica, como los ejemplos de las temporadas precedentes de la afamada tetralogía de Wagner, parece la empresa de poner en escena una obra tan monumental como Siegfried en un Madrid sitiado por el coronavirus pero donde, sin embargo, las gentes llenan las calles de fiesta cuando les dejan, cuidando ciertas prudencias, como también se cuidaron en el Teatro Real de Madrid, cambiando de mascarilla en uno de los descansos. Allí, lleno -pero mantenidas las distancias entre asientos- comentaba con Carmen Lomana, orgullosa de España, lo hermoso que resulta que nuestra capital no se rinda como otras al silencio del vacío: nuestro teatro lírico es el único de Europa que ha mantenido la programación toda la temporada. 

Sigfrido (Sigurd en la saga originaria), la tercera entrega del Anillo del Nibelungo, continúa esa gesta nórdica que los alemanes hicieron propia, como mitología pagana y centrada en el poder, el deseo o la pasión. Siegfried, en alemán, une la palabra victoria a la de la paz, Friede, y esto es lo que sucede aquí al final, feliz, por lo demás. 

La escenografía comienza en el primer acto con una caravana abandonada en una especie de basurero donde, a manera de mendigos, el enano y el héroe desarrollan sus andanzas, incluso cuando llega el señor de los dioses, Wotan, como un caminante, errante que por ir de un lugar a otro impregna de sabiduría a quienes saben preguntarle, si bien las preguntas que se hacen tienen la tensión de un reto donde se juegan la vida. Esa abucheada escenografía, propia del peor feísmo germánico, parece recordarnos la gran decadencia de Occidente, muta en otras más metafísicas y estáticas, a veces muy simplonas, en línea con las otras realizadas en esta tetralogía que vienen diseñadas desde Colonia. Los actores, especialmente Sigfrido, Andreas Schager, se mueven como patanes o pillos, más que como dioses o héroes. El comedor de tufo nazi que aparecía en otra entrega, con su chimenea, nos emerge desmantelado. Después de matar a Fafner, el dragón invisible cuya boca es la pala de una excavadora, todo acaba con el fuego que rodea a la valquiria, Brunilda, atravesado y apagado por paredes de óxido: acero-corten. Así, despierta por quien miedo no tiene, se entrega con Sigfrido al canto del amor. El hijo del incesto se ofrece a la hermanastra de su madre, como en las familias de los faraones a menudo sucedía.

Escenografía chatarrera y plana, moralista y poco convincente, que diluye los significados simbólicos, pues nos quiere hablar de problemas medioambientales, rompiendo con el ambiente tonante y épico que se requiere.

El enano Mime (Conrad) ha cuidado con torcidos intereses de Sigfrido, aunque solo este puede volver a fundir la espada que puede darle posesión del anillo. Un ave del bosque (Leonor Bonilla), tras matar al dragón, es comprensible en sus mensajes cuando la hazaña se ha logrado, puro romanticismo. Sigfrido toca una trompetilla y suena una trompa, excelente en su interpretación, pero su representación resulta ridícula. ¿Por qué esa voluntad de rebajar lo grandioso a lo chusco? Será el espíritu o, mejor, la materia de los tiempos que vivimos.

El dúo final de los amantes parece eliminar todo elemento en escena, salvo restos de armas, dejando casi pura la música, exigiendo, después de cuatro horas, gran atención del espectador.

 

Protagonismo orquestal

La orquestación, bajo la batuta de Heras-Casado, a veces se torna confusa o no modula tanto el volumen. Interesante es ver en los palcos de un lado las arpas, en otros los vientos de tubas y otras armas, para vencer los inconvenientes del virus. En algunos casos se nota cierta interrupción en la música: el silencio crece en la extenuación. No es fácil trabajar enmascarados durante tanto tiempo. 

Wagner dio un especial protagonismo a la orquesta, que reelabora con cada personaje sus motivos recordándonos quién es cada uno (leitmotiv), eliminando aquí los coros que tanta importancia tenían en su gran oponente, Verdi. Dos universos sonoros y mentales. 

Los cantantes son wagnerianos experimentados y eso se nota. Un extraordinario Andreas Schager y Ricarda Merbeth (Sigfrido y Brunilda), algo devorada desde el punto de vista sonoro por su héroe. Okka von der Damerau (Erda) cumple bien su labor también. Y Winkler (Alberich), excesivo como payaso borrachuzo, o Conrad (Mime) cumplen con su estilo de modo más que satisfactorio, así como el medido Konieczny, adecuado a su divino papel, aunque tal vez sería mejor si tuviera más energía.

Sigfrido mata al enano traidor, al dragón y recupera la libertad de Brunilda; tras las gestas, el amor. Una de las óperas clave en la historia de la música (cuyo modelo se ha reelaborado en el cine para mostrar el misterio, la naturaleza, influyendo tanto en Debussy o Schönberg). Gran festín wagneriano.