Francisco García Marquina

EN VERSO LIBRE

Francisco García Marquina


La iglesia

27/04/2021

Lo escribo con minúscula, porque al decir iglesia no hablo de la comunión de los santos, de ese cuerpo de fieles dentro de una estructura jerárquica cuya cabeza es el Papa y su local social el Vaticano. Hablo de ese edificio grande hecho de piedra y con una alta torre donde conviven las palomas y las campanas, que existe en el centro de todos los pueblos de España.
Cuando don Quijote le dice a Sancho «Con la iglesia hemos dado, Sancho», los cervantistas aclaran que no es válido extender la reflexión a las dificultades, trabas y prohibiciones que la Santa Madre Iglesia impone a los hombres, como aplican los exégetas moralistas que donde dice ‘dado’ leen ‘topado’, sino al hecho físico de tropezarse con aquel «gran bulto y sombra» cuando llegan a un pueblo y empiezan a recorrer sus callejas tratando de descubrir el palacio de Dulcinea. Pero sabemos que una y otra iglesia —con o sin mayúscula— siempre se corresponden, pues la fe es la que mueve las montañas y eleva los templos.
La iglesia siempre está en el centro y en lo alto. Es algo grande, solemne y desproporcionado porque es una piedra significativa, dotada de una virtud que los vecinos consideran de origen sobrenatural, aunque la visión escéptica de la modernidad niega la revelación para concluir que «lo que ha dicho Dios lo ha escrito en realidad el hombre».
Esa construcción alberga lo sagrado, en forma de imaginería, de reliquias, de textos y del pan místico. ¡Cuántos esfuerzos, diezmos y primicias han pagado los vecinos para erigir ese monumento! Pero el sacrificio y la sumisión son el precio asequible de la esperanza.
A campana tañida se anunciaba el Angelus, se convocaba el concejo, se tocaba a muerto, se alarmaba del fuego, se llamaba a la hacendera, se cantaban los nacimientos. Antaño la iglesia era el refugio sagrado y material, pues la religión era un hecho conjunto del cielo y la tierra, como el sol, la cosecha o las fiebres, y servía de asilo, granero, lugar de catequesis, refugio ante el pedrisco y hasta para irreverencias eróticas como los ‘Risus paschalis’ y en sus portadas y capiteles convivían santos con tortícolis, demonios de barraca y sexos en éxtasis. La iglesia es el lugar fronterizo donde peleaban simbólicamente el ángel y el demonio en la forma humana del cuerpo y el alma.
La fe de los creyentes, como el lujo de los poderosos, ha sido capaz de crear palacios, castillos, jardines, puentes, mausoleos, murallas y pirámides que les excedían. Ha sido la providencial herencia de la que ahora disfrutamos. Esto es especialmente interesante en estos tiempos laxos en que el igualitarismo y la masificación tratan de eliminar la excelencia.
En mi recorrido por los despoblados de España, he visto que de ellos quedaba como vestigio la raíz de lo sagrado, aquello que era de todos y a nadie pertenecía, como la fuente, el cementerio, el lavadero y la iglesia. En el pueblo de Hontanillas, el templo conservaba las imágenes y estatuas de los santos y sobre la mesa de la sacristía aún estaban un sagrario, un cáliz y la custodia. Eran cosas que nadie podía haberse llevado sin quemarse las manos.
De la historia de ese pueblo fantasmal publiqué mi primer reportaje viajero en febrero de 1968 en la revista Blanco y Negro, con mayor emoción que pretensiones literarias.