Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


Un hombre feliz

23/03/2021

De paseo. Hacía sol y fresco. La otra tarde, junto al río, conocí a un hombre feliz. Pescaba. Al pasar a su lado se levantó de una silla plegable y empuñó la caña con las dos manos porque habían picado: el sedal tenso, la punta de la caña doblada, la evidencia intuida de algo fuerte peleando bajo el agua. Me daba la espalda, no pude ver su expresión. Tiraba con conocimiento, recogía hilo con el carrete, aflojaba la tensión, volvía a tirar. Tras unos minutos, con la presa vencida, retomó el asiento, deslizó una red de palo largo bajo la caña y atrapó al pez. Sólo entonces se giró, como si me hubiera tenido a la vista todo el rato, y dijo: «¡Qué suerte, mira! Serán cuatro kilos». La carpa boqueaba resbaladiza en la orilla, toda escamas y ojos aterrados. El pescador cortó el sedal con unos alicates, maniobró con un pincho de fondue en la garganta del pez, apartándole la lengua, y consiguió recuperar el anzuelo. «Y eso que he puesto un anzuelo chico. Otros días vienes a grandes y no hay manera. Basta que no los busques para tener la sorpresa». Sonaba contento, pero seguí sin ver sus gestos porque se los tapaban la mascarilla negra y las gafas de sol.
Poco parecía importarle que el agua hediese a estanque de lodos, que la basura navegase corriente abajo, que el sol le recalentase los rizos oscuros de la cabeza. Tampoco parecía preocupado por la amenaza latente del fascismo y del comunismo en el país. Estaba increíblemente tranquilo, teniendo en cuenta que era semana de compraventa de jueces y de salto de charca de políticos amorales. Ni siquiera se le veía agobiado por el ritmo de la vacunación, por el momento en que conseguiremos la inmunidad de rebaño, o por el exilio arabesco de un viejo rey. Su mundo se reducía a un instante, a ese instante, al momento intenso y fugaz de la captura.
«¿Un favor? Hazme una foto, anda», dijo mientras rebuscaba en la mochila un móvil agrietado. Me puse de espaldas al sol para evitar el contraluz; se puso de cara al sol, en cuclillas, sujetando con una mano la cabeza y con la otra la cola de la carpa. Le hice dos fotos para asegurar la calidad del recuerdo y luego, con mimo y sin rastro de pena, ni desasosiego, ni temor, ni crispación, ni siquiera de nostalgia, metió el pez en el río y lo acompañó unos segundos hasta que desapareció en las aguas turbias. «¡Qué suerte, pero qué suerte! No hay mejor manera de empezar la tarde», oí que decía cuando retomé el camino.

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