Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Navidad

25/12/2022

Antaño se hablaba del espíritu navideño como algo inherente al cristianismo. Sin embargo, y en la medida que la laicización se impone en amplios círculos del planeta, si por algo se caracteriza la Navidad es por el empuje consumista. Los tres leitmotiv navideños en nuestro país son el precio del cordero, del marisco y del besugo; a los que convendría añadir el cuarto, que se traduce en un mero sueño reiterado el 22 de diciembre con la ilusión de hacerse rico por medio de un billete de lotería, que por los siglos de los siglos, a ti y a los tuyos, te permitiría despreocuparte de la carestía del bogavante y de la necesidad de adquirirlo congelado.
Hace tiempo que el espíritu consumista anglosajón dejó reducidos a cenizas los viejos mitos fundacionales de nuestra civilización cristiana. El Nacimiento en el portal de Belén, con toda la eterna tópica, incluidos los Reyes Magos de Oriente guiados por la estrella, tal y como nos llegaron a España desde la Corte napolitana en tiempos de Carlos III, con aquellos suntuosos belenes que tanto embeleso nos producían en nuestra infancia, cuando tratábamos de emularlos con las cuatro pesetillas que lográbamos ahorrar, poco a poco van quedando arrumbados y relegados por el esplendoroso abeto de abigarrados adornos y coronado con la rutilante estrella, y el simpaticote Papá Noel, con y sin trineo, pero siempre adornado con sus sempiternas níveas barbas y su típico traje granate.
Hablar hoy de Navidad es hablar de banquetes, cenorrios, turrones, polvorones y  sidra o anisetes. Hablar hoy de Navidad es hablar de regalos de toda índole que la voracidad consumista exige, más que pide, a los encargados de satisfacer los deseos de niños y aun de mayores. Aquellos parcos y escuetos obsequios de antaño, se han convertido en los tiempos que corren en verdaderos bazares domésticos, para júbilo desmedido de los fabricantes y vendedores de juguetes que hacen su agosto en diciembre y enero.
Y, en medio de tanto jolgorío, tanta cuchipanda y tanto beborrio, ¿qué queda del antiguo mensaje de ese niño nacido, intempestivamente, en un portal de Belén, en un ambiente de pobreza extrema y de amor y ternura inusitados? Muy poco, en verdad, casi nada. Los mitos fundacionales son hoy meras rutinas convertidas en poco menos que oropel. Tan sólo acaso, cuando oímos las dulces notas del Holy Night reverdecen levemente los sentimientos humanos camuflados bajo tanta contracultura raquítica.
Y es que, por más que lo intenten los mercaderes de todo el orbe, para quienes lo único que cuenta en la vida es producir, vender, consumir, obtener beneficios, y hacer que corra a raudales el dinero, siempre habrá, por encima de la vil materia, el puro espíritu, el sentimiento, la gota de humanidad, esa alegría íntima de los que, cuando llega el 20 de diciembre, dondequiera que se hallan, sientan la necesidad acuciante, e incluso la pulsión, de volver al hogar, con los padres y hermanos, que los aguardan con los brazos abiertos, para fundirse en un abrazo eterno. Viajar miles de kilómetros con tal de pasar unas horas con los suyos. Ahí subyace el espíritu humano. Y quien no lo vea de ese modo, basta que un día de éstos se pase por la sala de recepción de un aeropuerto o por una estación de ferrocarril para contemplar escenas de auténtico gozo y cariño fraternal. Escenas que de alguna forma redimen al género humano de tanta barbarie y tanto egoísmo.
         Para cuando vean la luz estas líneas, ya habremos vivido otra Nochebuena imbuidos de aquella bondad natural del ser humano, anterior al pecado original,  y es posible, incluso, que alguien haya dirigido su pensamiento, por un instante, hacia esos seres humanos que luchan por sobrevivir a la guerra en Ucrania. Ahí también hay Humanidad (con mayúscula) y hasta es posible que ese alguien se acuerde de la letra de aquella canción de Julio Iglesias que decía: «Siempre hay por quien vivir y a quien amar…».