Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Campos de Castilla

14/10/2020

El otoño siempre resulta hermoso en cualquier lugar. Pero sin duda, es en la vieja Castilla donde la variedad cromática que nos trae esta estación embellece particularmente la majestuosidad del paisaje. Los amplios espacios donde se fraguó el condado castellano, allá por el siglo X, en torno a la figura, adornada por la leyenda, del conde Fernán González, se adornan, en estas fechas de octubre, con sus mejores galas. Recorrer, como he podido hacer recientemente, aquellas bonitas tierras, no sólo supone embeberse de historia, literatura, gestas y tradiciones, sino, también, de colmar la retina con una variedad de colores dignos de la paleta de un Apeles redivivo.
En estas tierras de pan llevar, oculto en un valle, se encuentra el monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos, dedicado originalmente a una advocación tan entrañada en el rito hispano-mozárabe como es San Sebastián, a quien el buen abad Domingo, que daría finalmente nombre al cenobio, dedicó un espléndido cáliz que, junto a la majestuosa patena, constituyen unas obras maestras de la orfebrería medieval. Silos es un remanso de paz, de espiritualidad, de belleza transmutada en piedra en las filigranas del claustro y hecha oración en los cantos de los monjes. Es inefable la experiencia de escuchar el canto de las horas canónicas en la iglesia abacial, dejándose arrastrar por la corriente impetuosa de los melismas, que vuelan hacia la bóveda, prolongando una misma sílaba en la variedad de las notas.
Cerca de este corazón espiritual de Castilla se encuentra Covarrubias, con el imponente torreón, envuelto en leyenda, de su primer conde independiente. A su lado, la vieja colegiata de los Santos Cosme y Damián, cuya advocación nos recuerda también el venerable rito que en estas tierras se mantuvo hasta el reinado de Alfonso VI. Un edificio gótico magnífico, con un conjunto de retablos y obras de arte extraordinario. En el presbiterio, en sendos sarcófagos romanos reutilizados, se encuentran los restos de Fernán González y de su esposa Sancha Sánchez, hija de la gran reina Toda Aznárez de Pamplona. En el claustro, envuelta en un aura de romántico drama, yace la princesa Cristina de Noruega, casada con el infante Felipe de Castilla, hermano de Alfonso X. Cristina murió de melancolía, al no superar la separación de su añorado país; su esposo, que había sido antes del matrimonio abad de la colegiata, decidió enterrarla en ésta, en un bello sepulcro gótico, donde en 1958 se encontró su cuerpo momificado, alto en comparación de las mujeres castellanas de la época, con el pelo rubio intacto y las uñas rosadas. Su recuerdo aún perdura en el festival de música noruega que se celebra anualmente. Pero no es sólo la colegiata y el torreón; la antigua capital del infantazgo alberga un bello conjunto urbano, al que se accede por la puerta del Archivo del Adelantamiento de Castilla.
Recorrer Castilla, en otoño, es encontrar nuestra raíz más honda. Háganlo.