Alejandro Bermúdez

Con los pies en el suelo

Alejandro Bermúdez


Las cosas de comer ¿para cuándo?

17/09/2021

No sé si el politiqueo sin final a que nos tienen sometidos, es una excusa o es que no saben más. Obviamente, las sociedades se organizan para vivir mejor, para tener más seguridad, tener escuelas para que eduquen a nuestros niños, hospitales para curar a los enfermos, carreteras para trasladarnos de un sitio a otro y, a poder ser, una caja común para socorrer a quienes sufren una desgracia o simplemente ya no están en edad de trabajar. Realmente estos son los fines para los que se constituye un Estado.
La idea del Estado no solo es loable sino que, salvo que queramos seguir saltando de rama en rama, haciendo honor al simio que llevamos dentro, es absolutamente imprescindible. El peligro de organizar una maquinaria tan compleja y pesada es que los problemas y cargas que surgen para mantenerla, engullen demasiados recursos, tanto materiales como intelectuales.
España, por desgracia, se ha convertido en un modelo de este Estado que consume los recursos en su organización. Realmente estamos en el inicio del camino. Lo primero para que un Estado funcione es saber quiénes forman parte de él y en España seguimos discutiendo aún algo tan básico que es determinar quiénes somos. Obviamente si no estamos de acuerdo ni siquiera en esto, imagínense cuando se entre en asuntos más concretos como pueden ser, cómo va a ser, quién es y cómo se nombra la máxima autoridad, cómo se divide el territorio para conseguir un funcionamiento más eficaz y hasta cómo vamos a hablar.
Si nos fijamos bien, los españoles no hemos resuelto definitivamente ninguno de esos problemas básicos, porque, hasta quienes usamos la misma lengua, hacemos lo posible por dividirla imponiendo usos representativos de las distintas ideologías. Si hablamos ya de las fronteras, estamos a niveles de auténticos monos, defendiendo cada tribu su trocito de bosque.
Los recursos que consumen todos estos problemas de organización, impiden que tengamos un mejor nivel de servicios, algunos de ellos netamente mejorables.
Una de estas funciones propias del Estado es la administración de justicia. Esta institución que sustituyó ‘la pistola en el cinto’ y los duelos con los vecinos cuando tenemos alguna disputa con ellos. En España la administración de justicia no puede ser más deplorable. Pleitos de años se resuelven, muchas veces, por quienes ni siquiera han ganado la oposición de juez, y ello tras años de absurdos y costosos trámites. Pues resulta que siendo esa la situación de este servicio, en lugar de estudiar su mejora, la superación de formas y trámites decimonónicos y dar respuesta a los problemas de la sociedad, lo que se hace es enfrascarse en una disputa de cómo elegir a quienes han de gobernar este servicio, demostrando que lo que les preocupa, es el interés particular de quienes deberían solucionar el problema, en lugar de mirar por el interés general. Así: quienes tienen mayoría en el Congreso, quieren que los elija el Congreso; quienes no la tienen, quieren que sean los propios jueces quienes elijan su gobierno en los que obviamente están de acuerdo los propios jueces, olvidando que la justicia emana del pueblo. El caso es que los problemas del propio organismo creado para prestar el servicio, impiden que le preste y en tanto la sociedad se sigue preguntando con una paciencia infinita: las cosas de comer ¿para cuándo?

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