Javier Salazar Sanchís y María Ferrero Soler

Cristiandad

Javier Salazar Sanchís y María Ferrero Soler


Desde la raíz

10/02/2023

La revolución que produjeron las enseñanzas de Cristo le costaron la vida. Era escandaloso lo que decía. E incómodo, también era incómodo. A todos nos gusta sentirnos justificados, vivir en la vida ortodoxa en la que crees que no eres reprochable. Y eso también pasaba entonces.
Cuando se tiene una lista en la que se detalla cómo proceder puede ser difícil actuar de esa manera, pero también puede ser cómodo porque te ciñes a eso y te parece que ya cale. El problema es que eso llega a ser una cultura, una manera de ser bien mirados por la sociedad cuyos principios son esos, pero puedes tener el corazón duro como una piedra y seguir unos mandamientos si lo haces de forma estrictamente literal y con una interpretación externa de los hechos y no la interna de lo que sale de ti. Sobre todo cuando esos mandamientos son la ley natural: no matar, no robar, no romper una familia, cuidar de los padres. Es lógico. Pero también hablar de amar a Dios y eso ya es harina de otro costal. Se puede suplir con la interpretación de ir a misa los domingos y «creer» en Él, como si fuéramos nosotros quienes le hacemos un favor a Dios por ello.
Sobre esto, una vez alguien me dijo que no tenía muy claras muchas cosas de la religión, que tampoco estaba muy seguro de creer en Cristo y todos los dogmas de la Iglesia, pero que creía que la mejor forma de vida y de convivencia era la que Cristo promulgaba, la que nuestra fe vivía, que entendía que ese era el mejor camino para ser feliz, y que él era lo que quería vivir.  Hay personas con fe a oscuras, pero que no necesitan más. Personas que son fieles sin saberlo, que aman a Dios sin ser conscientes de ello en toda su dimensión. Y es cierto, los mandamientos de Dios son las pautas que nos llevan a ser felices, a que no exista la maldad.
En todo caso, Cristo no anunció lo que Moisés exactamente. Moisés dio una lista que configura nuestro libro de instrucciones para que la persona individual y la humanidad funcionen a la perfección, pero Cristo nos dio la interpretación de ello haciendo que aquello dejara de ser un grupo de preceptos ya casi sociales y pasaran a ser algo absolutamente divino y pleno: nos hizo mirar a nuestro corazón, a la raíz de nuestro comportamiento.
No mata quien clava un puñal a otro, también mata quien difama a una persona y hace que los demás ya no confíen en ella: mata su credibilidad, mata sus oportunidades, mata la predisposición de otros a quererle, mata el buen trato que se le debía haber prodigado, causa dolor a quien ha sido difamado y enturbia el alma de quien difama. Hay muchas formas de matar. También hay muchas formas de robar. También hay maneras distintas de no honrar a los padres más allá de no maltratarlos: dejarlos solos, no llamar, no valorar la vida que han dado por ti, no respetarles, no perdonar sus errores, no asistirles. Y no se rompe el amor de tu marido solamente yéndose con otro sino que se rompe también permitiendo que una brecha se abra entre ambos, permitiéndote mirar a otro con deseo mientras te justificas con ese «no ha pasado nada» que acaba siendo el precursor de que algo pase. No consisten los mandamientos en su literalidad, en llegar al extremo de matar, de robar, de proclamar la mentira y confundir a los demás. Consisten en tener el corazón dispuesto en todo a amar, a luchar por el bien, a anteponer a las demás personas por encima de tus apetencias, tus vanidades, tus sensaciones emocionantes, tus soberbias, tus ambiciones.
Los mandamientos nos los enseña el Señor diciéndonos «no, esto va más allá, esto no sirve para autojustificarte y que te sientas buenecito y digno: esto va de te corazón, de lo que hay en él, de su ternura y su disposición a amar». Y sí, esto, como todo en Dios, va de amar. Y amar es fatigoso, y es extremo, y está al servicio de otros y hace feliz, tremendamente feliz. Es el único sueño por el que merece la pena vivir, por el que una vida es muy poco para darla: lograr ese corazón que el Señor nos presenta, ese que es como el Suyo. En eso consiste la santidad, en albergar en el pecho un corazón deshecho de amor, repleto de bien absoluto.
Los mandamientos son tres bloques: ama a Dios, empápate de Él, estate con Él, respétalo y quiérelo. El será nuestra fuente y nuestro refugio. El primer bloque se refiere a nuestra relación con Dios y de él emanan los otros dos. Hay un segundo bloque sobre la relación contigo mismo: no te ensucies con mentiras, respétate, sé consciente de que tienes la dignidad de ser hijo de Dios y vive como tal, utiliza las cosas para lo que se hicieran, los placeres para sentirlos en aquello en lo que Dios dispuso, que no te embote la mente la sensualidad para que el alma no se anule yendo en pos de ella, tan corta y tan poca cosa,  no te metas en problemas, no hagas caso a las trampas de tu mente que te quitarán la paz, sé fiel porque quieres serlo, porque has elegido serlo. Para este bloque necesitas a Dios: cuando sabes del amor que el Señor tiene por ti, tu concepción de ti mismo cambia, ves las manchas que te haces y no las quieres. El tercer bloque se refiere a la relación con las demás personas y es consecuencia directa de los otros dos: consiste en amar a todo el que se cruce en tu camino, en prodigarles solo el bien; y, especialmente, en amar con absoluta fidelidad y entrega a tu marido, a tus padres, a tus hijos.
Esa interpretación de los mandamientos excede la lista de cosas para dormir bien por las noches. Esa interpretación lo abarca todo, atañe a nuestras raíces y no son preceptos sin una forma de vida. La más bella, la que busca la santidad: amar. Por encima de todo.

 

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