Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


1936

05/05/2021

He reconocerles que me ha costado mucho escribir este artículo. La fecha de 1936 evoca el comienzo de uno de los mayores dramas de nuestro pasado común. A su estudio, investigación, análisis, he dedicado mucho tiempo y he escrito sobre él. Cuando me ha sido aún posible, he escuchado a quienes lo vivieron y he procurado recoger y salvar su testimonio. Por ello me duele el uso torticero que de su recuerdo se está haciendo en la dialéctica política, como hemos visto en la pasada campaña electoral madrileña. Me llega al alma que, buscando un rédito partidista, se pretendan abrir heridas que parecían ya restañadas, sobre todo cuando quienes lo hacen demuestran la más crasa ignorancia sobre el periodo y se instalan en discursos maniqueos, sesgados cuando no del todo falsos.
La, hoy por muchos denostada, Transición, con sus luces y sombras -algunas, como la falta de proyecto del modelo autonómico, las estamos sufriendo especialmente con la pandemia-, significó un esfuerzo generoso de superar odios, rencores, agravios. Un deseo de olvidar lo que supuso la guerra entre hermanos para afrontar un futuro común, pero que, al contrario de lo que se afirma, no entrañó ninguna amnesia colectiva, pues en aquellos años hubo toda una avalancha de publicaciones sobre el conflicto, tanto nuevos estudios como obras que, escritas fuera de nuestro país, podían ver por fin la luz en él, como fue el caso del espléndido trabajo de Hugh Thomas; había un deseo de saber qué pasó y por qué, pero desde aquel anhelo de ‘libertad sin ira’; se empezaron a exhumar las primeras fosas, buscando dar un entierro digno a quienes yacían en ellas, pero sin que eso conllevara lanzarse cadáveres. Se dieron muchos ejemplos de antiguos enemigos que en esos años dialogaban, olvidando agravios, siendo capaces de crear espacios de encuentro, a pesar de las abismales diferencias ideológicas.
Sin embargo, en algún momento, y con fines espurios, se comenzó a reutilizar la guerra como arma política. Cabría preguntarse, como Vargas Llosa, ‘cuándo se jodió Perú’. Cuándo, en España, entramos en esta dinámica suicida. Existen responsables concretos, con nombres y apellidos, que han pretendido volver a la dialéctica amigo/enemigo, al blanco o negro, al «conmigo o contra mí». Una semilla que está brotando, peligrosamente, ahora, poniendo en riesgo nuestra convivencia, nuestro futuro. Y, sin embargo, creo que no deja de ser un discurso de minorías extremistas o de intelectuales encerrados en torres de marfil.
Tal vez algún día, con estupor, tanto historiadores como políticos descubramos que para la inmensa mayoría de los ciudadanos, 1936 es tan sólo un recuerdo histórico, doloroso como tantos otros de nuestro pasado, pero sin mayor repercusión en su vida cotidiana. Quizá, entonces, podremos dejar de arrojarnos aquel terrible drama, integrarlo en nuestra memoria colectiva y mirar al futuro sin lastres, pues evocar el pasado, cuyo conocimiento es necesario e imprescindible, no puede petrificarnos como a la mujer de Lo

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