Javier López

NUEVO SURCO

Javier López


Tiempos talibanes

01/09/2021

El verano aún no ha terminado  pero los talibanes ya han tomado el poder en Afganistán y no hemos parado de hablar de ellos durante el núcleo duro del estío. Vivimos tiempos talibanes en lo que la libertad se ve seriamente amenazada y la brutal llegada de estos extraños barbudos a enseñorearse de nuevo de  uno de los rincones más inhóspitos del planea actúa a modo de fatal recordatorio de que la libertad es un bien moral a proteger ante el acecho de los que hacen de la  imposición su modo de vida. No podemos bajar la guardia.
Y está claro que le fenómeno talibán es la versión grotesca y hasta surrealista de hasta dónde puede llegar el  enemigo patológico de la libertad humana. Ellos, con el Corán en una mano y la metralleta en la otra, han olvidado que no hay, no puede haber, ley divina que conculque los más elementales y universales derechos humanos, por más que ellos se empeñen en considerarse  y pensarse machos alfa en conexión directa con Alá. El regreso de los talibanes, como una pesadilla estival que ha venido para quedarse, ha puesto en cuarentena al mundo libre, en cuarentena y grave crisis de identidad, como el propio coronavirus que nos aqueja y que padecemos desde hace ya más de  un año
Los talibanes, como el virus pandémico del Covid19, han puesto en retirada precipitada a todo lo que pensábamos consolidadísimo: la  democracia, el elemental y básico derecho a la vida. Los talibanes son un virus sobrevenido alimentado en las zonas más oscuras de nuestra civilización. El panorama ha sido desolador en el aeropuerto de Kabul convertido en una suerte de reserva mundial, en un Arca de Noé provisto de alas para echar a volar huyendo del infierno. Un Arca de Noé que ha sido para nosotros y nuestro propio orgullo una aeronave A400M del Ejército Español. Antes de la precipitada operación internacional de rescate, las imágenes de personas cayendo desde lo alto desgajándose de  vuelos imposibles hacia la libertad, imágenes que retumbarán en nuestra memoria durante bastante tiempo, y por si no quedara claro el carácter precipitado de la retirada, el estruendo de las explosiones  provocadas por grupos terroristas islamistas que luchan con los talibanes por ver quien crea por allí un infierno de mayor crueldad. Fruto de esa barbarie terminal en el aeropuerto de Kabul, las últimas bajas de EEUU en una misión que ha sido una apoteosis de la impotencia.
El fracaso ha sido estrepitoso, y no tanto por haber gastado billones de dólares en querer implantar en aquel lugar una democracia imposible, ni por las vidas que se quedaron allí, entre ellas las de más de cien soldados españoles, sino porque ese fracaso pone a eso que llamamos el mundo occidental, democrático y respetuoso con los derechos humanos, en franca retirada y sin una proyección clara en el futuro. Afganistán será el punto de inflexión de Estados Unidos como potencia hegemónica y una nueva muestra de que la Europa de la UE asiste al desbarajuste mundial sin la musculatura mínima necesaria para hacer valer su voz.
El infierno talibán es una bajada a las zonas más oscuras de la condición humana, allí donde las mayores crueldades son  revestidas de supuestas imposiciones morales y de religiones inhumanas. Es la proclamación de Mordor en el rincón más áspero e inhóspito del planeta, lo que llamamos Afganistán, aquel lugar que fue el objetivo elegido hace veinte años para ejemplificar la lucha contra  la barbarie tras los atentados de las torres gemelas. Quisieron hacernos creer, o quisimos creer, que de aquel páramo podría brotar la flor de la democracia y el respeto. Veinte años después el jarro de agua fría ha sido escandaloso pero todavía no del todo perceptible por un mundo demasiado ensimismado y ocupado en superar una pandemia que nos ha puesto ante nuestra extrema vulnerabilidad biológica. El asunto ha sido de tal gravedad que apenas nos deja espacio para  ver que además se ha metido en nuestro organismo social un virus moral que en los talibanes adquiere su forma más grotesca, una especie de síntoma evidente de que a lo peor no vamos a retornar a una época dichosa y feliz,  esa ‘normalidad’ internacional en la que nos  pensamos a salvo de todo y si algún riesgo había acudía el Tío Sam en nuestro auxilio con su poder y su estruendo bélico, mientras que nosotros, dichosos europeos de la Tierra Media, contemplábamos la batalla desde la distancia de nuestra comodidad.