Javier Santamarina

LA LÍNEA GRIS

Javier Santamarina


The Batman

02/12/2022

Salvo que uno posea una ignorancia absoluta de la historia o considere que la Naranja Mecánica fue una película familiar, tanto la revolución francesa como la rusa fueron una orgía de violencia descontrolada. Los anglosajones entendieron que los franceses estaban cometiendo excesos, aunque veían con cariño las sesudas ideas del vecino, no obstante, los medios les generaban un profundo rechazo. Gran Bretaña fue el santuario predilecto de los refugiados pobres, mientras que Holanda fue el de los acaudalados.

Con Rusia todo fue mucho más complejo porque los comunistas occidentales siempre defendieron que el fin justifica los medios. No ha quedado claro si esta tendencia fue fruto de un celo ideológico o acomodaticio, mientras no seas tú la víctima, todo es relativo. Tal vez a los ucranianos la hambruna con Stalin les haya dejado un "injustificado" resentimiento.

Con el paso de las generaciones, la clase política ha cogido gusto a la destrucción como elemento de impulso; una especie de Hernán Cortes político, donde la falta de alternativa real es una garantía de éxito. Mi impresión es que el origen de esta deriva institucional es fruto del peso abrumador que tienen los sentimientos y la nostalgia en nuestras decisiones personales. Demasiada gente entiende que en la vida hay que hacer lo que uno desea sin medir las consecuencias de sus actos, aunque el daño pueda ser cierto. Es innegable que uno se queda a gusto, pero de ahí a alcanzar la felicidad hay un trecho enorme. Es curioso que en la ficción televisada jamás hay consecuencias negativas o indeseables por el deseo irrefrenable hacia la plenitud. En este escenario ficticio los progenitores dejan de ejercer como tales al promover una libertad sin medida como clave indispensable para la realización personal.

Demasiados gobernantes actúan como si estuviesen ungidos de una autoridad que no poseen y les habilitase para imponer cualquier daño o sacrificio sin derecho a réplica. El tejido empresarial, las instituciones o incluso los medios de comunicación solo son válidos si se pliegan al poder. Esta compulsión nihilista nos demuestra el ego de algunos, los complejos de otros y la irresponsabilidad de muchos.

Una sociedad próspera es la suma del esfuerzo individual y colectivo de múltiples agentes sociales, no siempre bien avenidos, pero legitimados todos. La falta de sensibilidad de algún dirigente y su desprecio manifiesto a la crítica informativa demuestra que construir es muchísimo, más difícil que destruir, porque requiere talento y humildad.