En el adiós a Benedicto XVI

Miguel Ángel Dionisio*
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Será recordado por ser el papa que, con una humildad exquisita, supo apartarse cuando vio que no era capaz de reformar esa Iglesia que veía invadida por lobos rapaces que devastaban la viña

En el adiós a Benedicto XVI

El doblar de las campanas de la Catedral Primada, seguido, poco a poco, por el de los demás campanarios de la ciudad, anunciaba, en la mañana del 31 de diciembre, el fallecimiento del papa emérito Benedicto XVI. Las redes sociales, los medios de comunicación comenzaron a dar, frenéticos, más detalles de lo sucedido. Con el final del 2022 desaparecía también una figura central en la reciente historia del mundo. Lo hacía cuando la Iglesia Católica celebra a San Silvestre, el papa durante cuyo mandato Constantino dio la paz a la misma, tras las persecuciones de los primeros siglos, comenzando así a nacer lo que sería el modelo socio religioso de la Cristiandad, sobre cuyo ocaso contemporáneo escribiría y reflexionaría el papa Ratzinger.

Me encuentro en estos días, como suelo a comienzos de enero, en Roma. Pero antes de mi ineludible cita con archivos y bibliotecas romanas, he podido vivir la historia en primera persona. En el suave y hermoso atardecer romano me he dirigido hacia la basílica de San Pedro. En el centro de la plaza luce espléndido un abeto que se yergue junto al belén de madera que este año ha instalado la región italiana de Friuli-Venezia Giulia. Sus luces, en alegre baile, atraen, como a mariposas, a decenas de turistas que posan para llenar con sus selfies las redes sociales o que 'guasapean' a familiares y amigos contándoles lo bien que se está de vacaciones en Roma. Tras pasar varios controles de seguridad, me uno a la masa de gente que aguarda a ingresar en la basílica. Peregrinos, turistas, curiosos, en peculiar amalgama. Las cifras han desbordado las previsiones. La noche, que en invierno cae muy pronto en la Urbe, nos cubre con su oscuro manto, mientras el frío comienza a hacer su aparición. Poco a poco podemos entrar en San Pedro, que, con toda su iluminación, ha devenido un gigantesco y áureo mausoleo para la pequeña figura del pontífice alemán. Avanzamos por el centro de la basílica hacia el altar de la Confesión, erigido sobre la tumba paleocristiana del apóstol Pedro. El órgano, a lo lejos, sostiene el canto de la hermosa melodía gregoriana, Requiem aeternam dona eis Domine…Por fin, tras un lento caminar, nos podemos detener, breves instantes, ante el cadáver de quien guió la nave de la Iglesia durante ocho años. Zapatos negros, en lugar de los rojos, al no ser papa reinante. Sin palio, sin la férula –el bastón pastoral papal acabado en cruz-, con una casulla roja que evoca la púrpura de los emperadores romanos y que ha devenido símbolo de los mártires, el dar la vida por Cristo, particular cometido en su actitud de servicio a la Iglesia del sucesor de Pedro. Pequeños detalles del ceremonial vaticano, que no deja nada al azar. La visión es majestuosa, enmarcado por el baldaquino de Bernini, mientras al fondo refulge el dorado del altar de la cátedra. Pero, como recordaba la vieja fórmula de la quema de la estopa cuando los pontífices eran coronados con el triregno, la tiara con triple corona –que Benedicto hizo sustituir en el escudo papal por la mitra episcopal-, quien yace es sólo un hombre. Sic transit gloria mundi…Yace el que se presentó como un humilde trabajador de la viña del Señor el día de su elección. Yace una de las figuras intelectualmente más potentes del siglo XX, probablemente el mejor teólogo de los tiempos presentes, uno de los mayores pensadores europeos de nuestra época. Alguien que supo recoger lo mejor del pensamiento cristiano, particularmente el de los Santos Padres, y reivindicando el uso de la razón, trató de dialogar con la cultura moderna, con la ciencia, desde su convicción profunda, basada en Santo Tomás de Aquino, pero que tiene su última raíz en el pensamiento griego, que fe y razón no son incompatibles, sino dos caminos, diversos, pero complementarios, de alcanzar la Verdad. Benedicto será recordado por ser el papa que, con una humildad exquisita, supo apartarse cuando vio que no era capaz de reformar esa Iglesia que veía invadida por lobos rapaces que devastaban la viña. Sólo el tiempo nos permitirá hacer una valoración ponderada de su pontificado, en el que luces y sombras se entremezclan como ocurre con todo lo humano. Pero, entretanto, nos deja un legado de pensamiento verdaderamente impresionante, condensado en más de seiscientos títulos. No sólo las obras de honda teología, destinadas a la alta reflexión, sino también escritos populares, como los tres tomos de la vida de Jesús. Un pensador sabio y humilde. Todo esto pasa por mi mente, por mis pensamientos, por mi corazón.

Salgo de la basílica. Me sumerjo, de nuevo, en la fría noche romana, en su tráfico de locos, en la heterogénea turbamulta que recorre las calles de la Urbe. Aún queda, para despedir a Joseph Ratzinger, a Benedicto XVI, la solemne misa de funeral del jueves 5. Espero estar presente. En medio de la luz de la Navidad, mientras aún resuenan villancicos, una palabra, pronunciada en el silencio previo al Encuentro anhelado, queda como última lección del viejo profesor de Tubinga y teólogo del Concilio Vaticano II: Jesus, ich liebe dich…

(*) Miguel Ángel Dionisio es miembro de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencas Históricas de Toledo