1980. Y la muerte del primer 'influencer'

Carlos Dávila
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1980. Y la muerte del primer ‘influencer’

En aquel año, la verdad, respiramos poco, ya casi de forma asistida. Fue el peor en la siniestra carrera letal de la banda terrorista ETA; nada menos que 94 asesinatos. Guardias civiles de temprana edad (con una media de 23 años), policías, claro, obreros como el trabajador de un taller mecánico, militantes de partidos, niños, mujeres… un horror generalizado que ETA bautizó de forma siniestra con el apelativo de la «generalización de sufrimiento». Solo en esos 12 meses de aquel ejercicio, que inauguraba una nueva decena, huyeron del País Vasco cerca de 50.000 personas amenazadas por los terroristas. El Estado se defendía mal y cuando lo hacía se equivocaba empuñando una respuesta, un contraterrorismo que, por ejemplo, liquidó a cuatro presuntos etarras, que no lo eran, en un bar de Basauri. Era la réplica a la matanza de cuatro guardias civiles unos días antes; era, la doctrina brutal del ojo por ojo.

Los españoles nos conmovíamos por esta pandemia de crímenes y también, masivamente, por otro de la más espesa crónica negra de la nación. Fue el de los marqueses de Urquijo, una bestial cacería nocturna sobre la que aún no se sabe toda la verdad. Se suicidó en la cárcel del Dueso en Santander, un presunto asesino, Rafi Escudero, uno de sus aparentes cómplices, huyó a Brasil y otro permaneció en prisión solo un tiempo, mientras la figura sugerente del orondo mayordomo Vicente Díaz (el mayordomo no falta nunca en estos asuntos) se paseaba por la televisión dejando una secuela de bujarrón vengativo, tras eso sí marcharse de España al día siguiente de la muerte de los marqueses. De otro crimen, esta vez la versión cinematográfica de un suceso estremecedor: la razzia sangrienta de Cuenca, se ocupó Pilar Miró y la osadía (había de por medio guardias civiles) le salió cara; por lo pronto, la película fue prohibida y no pudo ser estrenada hasta 15 meses después de estar dispuesta para su exhibición. Eran los rescoldos de una censura que empezaba a permitir, sin embargo, desnudos para varones encendidos, más que nada para que los españoles no nos dejáramos divisas en Biarritz. En aquel año de crímenes desapareció un personaje histórico para la filmografía universal: Alfred Hitchcock, un director que se complacía llevando el suspense y a veces incluso el miedo a los cines de barrio.

Pero la muerte que quizá más estremeció al país fue la inesperada del odontólogo burgalés, convertido por vocación irrefrenable en el primer naturalista de nuestra Historia. Félix Rodríguez de la Fuente popularizó una serie de televisión que tenía todas las semanas ahítos incluso a los televidentes (denominación de entonces) nada afectos a la causa animal. Se mató junto con sus compañeros de expedición rodando un capítulo en un accidente de aviación. «Félix, el amigo de los animales», hizo de todo por ellos, incluso convertirlos, como a los feroces lobos, en prácticas mascotas de compañía. La televisión ya gobernaba por entero al país, de forma que el entonces primer partido de la oposición, el PSOE, la utilizó para presentar, de sopetón, una moción de censura contra Suárez, que fue el principio de su fin. Fíjense en el motivo: «La situación de desorganización y corrupción de TVE». ¿Les suena a algo? Con eso le bastó a González para abatir al presidente del Gobierno, al que sus propios diputados le traicionaban en los mismos pasillos de las Cortes Generales. 

Los pérfidos democristianos y algunos de extracción tardofalangista se unieron en comandita para, en junio de aquel año en que los hematíes corrían más que la tinta por las redacciones de los periódicos, formarle un lío del montepío a Suárez reuniéndose en aquella famosa Casa de la Pradera bis, un edificio rural del Ministerio de Agricultura en el que despellejaron al presidente al grito: «¡Adolfo, márchate¡». Superó en el Parlamento aun Suárez la moción gracias, entre otras cosas, a la maniobra de distracción de su todavía vicepresidente (duró solo un mes más) Abril Martorell, que impartió a los parlamentarios una clase gratuita sobre la importancia del estrecho de Ormuz, un vericueto geoestratégico del que nadie en los escaños había oído hablar. En aquel tiempo en el que no existía átomo de reconciliación política, únicamente aconteció un momento emocionante: la llegada al Hemiciclo del Parlamento de un ministro, Joaquín Garrigues Walker, ya herido de muerte por una implacable leucemia. Las gentes se pusieron en pie y utilizaron unos minutos de sus vidas para comportarse como personas sensibles. Se murió también en Londres uno de los componentes de la Tríada de la Transición, Torcuarto Fernández Miranda. Falleció casi solo y tras haber sufrido el silencio, y casi el desdén, de su sus propios alumnos de la política que, ni siquiera (esto es, textual) «le ofrecieron un puesto digno para sobrevivir». 

Por ahí, por el mundo, tampoco estábamos para festejos. O sí: solo uno, porque en abril se fue al otro barrio el dictador yugoslavo, Josif Broz, alias Tito, un autócrata medio peleado siempre con Moscú, que mantuvo unido artificialmente a un Estado dividido en siete mitades, las que hoy son naciones independientes. La muerte de Tito fue una buena noticia inmediata para Occidente, pero también presagio de la terrible guerra de los Balcanes. Buena y mala noticia a la vez que estuvo permanentemente agravada por la crisis en Oriente Medio. Y es que hasta enero de este año 66 ciudadanos estadounidenses que trabajaban en su Embajada en Teherán, permanecieron secuestrados (el rapto había empezado en noviembre del año anterior) por una pléyade de estudiantes fanatizados. El presidente Carter, aquel que difícilmente mascaba chicle mientras andaba, organizó el rescate de la peor manera posible y durante un tiempo el universo entero comenzó a pensar que la revolución criminal de los yihadistas ya había comenzado. Teherán, ahora zaherido por sus propios ciudadanos, se convirtió, con su enemigo iraquí Sadam, en la cuna del terrorismo internacional. Como se preveía en el noviembre siguiente un actor de mala reputación por su escaso nivel -decían- artístico, se merendó a Carter en las Presidenciales norteamericanas y así se abrió la era Ronald Reagan, probablemente el mejor presidente de esta nación, hoy partida en dos facciones parece que irreconciliables.

Del mundo para abajo, España se impresionó afectivamente con el regreso de los restos del Rey Alfonso XIII a su país, del que le habían expulsado en 1931. La figura imponente del Conde de Barcelona presidió el entierro en El Escorial, unas exequias que actualmente estarían prohibidas. España, además, se dolía, por un lado, los crímenes, pero por otro jugaba la ciudad alegre y confiada de Benavente, oteando cómo los entonces equipos marginales, el Valencia, ganaban un título europeo, mientras el Rel Madrid y el Barcelona no se comían una rosca. En julio se celebraron unos Juegos Olímpicos en Moscú, devaluados por el boicot de Estados Unidos y de 58 países más. Juan Antonio Samaranch, que se había trabajado como nadie el puesto, fue elegido presidente del corrupto Comité Olímpico Internacional, y el 8 de diciembre despidió aquel año, como no podría ser de otra forma, con otro crimen insensato: el asesinato de John Lennon al que mató un imbécil que antes le había pedido un autógrafo. De entonces nos quedó Imagine: «Puedes decir que soy un soñador/, pero no soy el único/Espero que algún día te unas a nosotros/ Y el mundo vivirá como uno». Emociona incluso sin música. Sobre todo sí se escucha en el inglés norteño de Lennon.