Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


En las Villuercas

11/05/2022

Hay paisajes con los que solemos entretejer una relación especial. Ya sea por su belleza, por su importancia en nuestra particular historia personal, por la relevancia que en un momento determinado haya podido tener en el devenir histórico. O por todo a la vez. En más de una ocasión les he hablado del monasterio de Guadalupe, un conjunto extraordinario que alberga arte, historia, devoción. Un lugar al que me he sentido vinculado desde que hice (lo sé por mi primera foto, no porque conserve ningún recuerdo personal de ello) mi primer viaje al mismo con apenas unos meses de vida. Desde entonces, han sido muchas las ocasiones en las que he vuelto, antaño por viejas carreteras llenas de curvas, más tarde por la moderna autovía que conduce hasta el cruce de Navalmoral de la Mata, o, también atravesando las tierras de la Jara, disfrutando de sus paisajes, de sus olores intensos, de la inmensidad de su cielo.
Este sábado regresé a Guadalupe. El motivo, entrañable, era el homenaje que la Hermandad Extremeña de la Virgen de Guadalupe de la parroquia de Santo Tomé de Toledo ofreció a mi abuela centenaria, Ángela, por los más de sesenta años peregrinado ante la Virgen morena. De nuevo pude contemplar el esplendor de las filigranas mudéjares que engalanan la basílica, la fastuosidad barroca hija de la devoción de reyes y prelados, la fe hecha pintura, escultura u orfebrería. Y ese patrimonio inmaterial que es el de la devoción a Santa María de Guadalupe, que brota en cánticos, oraciones, lágrimas que empapan la mirada elevada hacia la venerada imagen.
Guadalupe es eso, y es más. El olor de los jazmines, el rumor del agua de sus fuentes, los sabores deliciosos de su gastronomía. La Puebla, asentada en ese trono que rasga los cielos que es la Sierra de las Villuercas. Un entorno cargado de belleza, que invita a elevar la mirada a esos cielos azules. Unas tierras que, unidas a la provincia civil de Cáceres en 1833, lo habían estado, desde la Edad Media, a Toledo, al partido de Talavera. El río Ibor, a cuya vera discurre la carretera que conduce al santuario, era, hasta aquella fecha en la que Javier de Burgos prefirió la eficiencia administrativa a la tradición histórica, el límite entre las tierras toledanas y extremeñas. Seguir esta última ruta es, también, todo un deleite, encontrando pequeñas y desconocidas joyas, como el espléndido retablo barroco de Castañar de Ibor, pueblo en el que también se encuentra la cueva más interesante de Extremadura; el conjunto de tablas recién restauradas del retablo de Navalvillar; los restos romanos de la antigua Augustobriga o la tradicional arquitectura popular. Folclore, artesanía, naturaleza, en rica combinación, hacen de un viaje a estas tierras un regalo a los sentidos.
Los reyes de León solían 'estar en Babia', para 'desconectar'; les animo a que, más de una vez, 'estén en las Villuercas'.

«Los reyes de León solían 'estar en Babia', para 'desconectar'; les animo a que, más de una vez, 'estén en las Villuercas'»

ARCHIVADO EN: Arte, Toledo, Extremadura