La guerra que nadie quería

M.R.Y. (SPC)
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La ofensiva rusa sobre Ucrania se está prolongando más de lo esperado con graves consecuencias a nivel mundial

La guerra que nadie quería

Cuando el 24 de febrero Vladimir Putin anunció el inicio de una «operación militar especial» sobre Ucrania con el objetivo de «desmilitarizar» y «desnazificar» el país, el panorama se antojaba desalentador: Moscú pretendía llevar a cabo una ofensiva relámpago en la que Kiev sería conquistada en un breve plazo de tiempo, el Gobierno de Volodimir Zelenski sería derrotado poco después y, con ello, su vecino quedaría en manos del Kremlin, evitando así que la nación acabara entrando en la OTAN, que parecía ser el desencadenante verdadero de esta contienda. Ahora, 100 días después de ese fatídico día, el conflicto continúa, con nuevos objetivos -ahora Putin solo pretende «desnazificar» la región oriental del Donbás-, con un fracaso de los planes previstos inicialmente -la deseada victoria se antoja aún lejana- y con un auténtico drama humanitario, además de unas terribles consecuencias económicas y sociales, no solo para Ucrania, sino para toda la comunidad internacional. 

Aunque desde el Kremlin sostienen que no se han perseguido en ningún momento plazos, lo cierto es que nadie duda de que el objetivo de Moscú era lanzar una operación de conquista relámpago. Sin embargo, más de tres meses después, Putin no puede presentar más éxitos que el control sobre Mariúpol, símbolo de la resistencia local, y Jersón, única capital de provincia tomada. Unas escasas victorias que se han cobrado -según las estimaciones ucranianas- más de 20.000 soldados rusos muertos y continuas sanciones internacionales sobre sus finanzas.

Cuando Putin lanzó su ofensiva, esperaba una guerra rápida y fácil, con poca oposición -tal y como sucedió en su invasión de la península de Crimea, en 2014-. Pero parece haber pecado de exceso de confianza en sus capacidades y ha cometido claros errores de cálculo. No contaba ni con la capacidad de combate de los militares ucranianos -entrenados durante ocho años por instructores occidentales- ni con la férrea defensa, no solo del Ejército, sino también de la población, que llegó a plantar cara a las tropas invasoras. Ni tampoco con la actuación de Zelenski, quien en todo momento se ha negado a abandonar un país que se ha ganado la solidaridad y la ayuda -aún insuficiente a su juicio- de una comunidad internacional volcada en hacer frente a esta nueva agresión de Moscú.

Una agresión que comenzó con una fuerte ofensiva sobre la capital y sus alrededores donde finalmente las tropas ocupantes tuvieron que replegarse. Eso sí, dejando a su paso el terror y el horror, con cientos de civiles asesinados en posibles crímenes de guerra que ya están siendo analizados y que han llevado al mismísimo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, a tildar a Putin de «genocida». Ante la falta de avances, el conflicto se extendió al este, a las autoproclamadas -y en principio leales- repúblicas de Donetsk y Lugansk. Pero incluso allí se han encontrado con serios problemas los invasores, que también pensaban en un avance rápido en un terreno que se antojaba favorable, pero donde se ha encontrado una férrea defensa de sus habitantes.

Sin opciones para la paz

En estos más de tres meses de guerra, más de 4.100 civiles han muerto y decenas de miles de soldados de ambos lados también han perdido la vida. Y, además, Ucrania vive una tremenda crisis humanitaria, con más de 10 de sus 15 millones de habitantes desplazados, de los que al menos 6,8 millones han abandonado el país en busca de una vida mejor.

Pero, además, se ha abierto otra guerra mundial, la económica, con la imposición de sanciones contra Rusia y vetos a las importaciones de bienes tan determinantes para sus finanzas como el gas o el petróleo. Unas actuaciones que, sin embargo, también están haciendo mella en buena parte del planeta, con un notable incremento de los precios de los combustibles y los alimentos en países situados a miles de kilómetros de la zona de un conflicto cuya solución se antoja aún lejana.

Porque, lejos de avanzar en acercar posturas, la diplomacia sí ha perdido la guerra. Las mesas de diálogo para negociar la paz han saltado por los aires y la tensión es cada vez mayor. Persiste la amenaza de que la agresión rusa pueda extenderse hacia otros territorios y se teme que los continuos pulsos verbales puedan acabar convirtiéndose en una realidad. 

La opción de que se desate una Tercera Guerra Mundial sigue sobrevolando, con un agravante añadido: a diferencia de las dos grandes contiendas anteriores, el uso de armas nucleares sería determinante en caso de que se declare este conflicto, con lo que sus consecuencias serían catastróficas.

Con un Putin determinado a conseguir lo que, meses después de su fiasco en Kiev, consideró el «objetivo principal» de la guerra -«ayudar a la gente» del Donbás y «garantizar la seguridad de Rusia»-, todos los analistas, políticos, servicios de Inteligencia y casi cualquier ciudadano sin apenas conocimiento geopolítico coinciden en que la guerra «será larga». Podría durar meses, «incluso años», según estima el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, y que podría llegar únicamente a su final si Putin quiere que acabe. Igual que quiso que empezara. Aunque para entonces, tal vez, sus secuelas sean ya desastrosas para todo el mundo.