Pedro Carreño

La Ínsula

Pedro Carreño


La cuchara

28/02/2023

La admirada cultura gastronómica de Asia, sublime en algunos platos y sorprendente en la mayoría, adolece de la herramienta que garantiza la existencia de los seres carpetovetónicos en el siglo veintiuno. Como es sabido, en aquellas cocinas tan lejanas y en sus restaurantes tan próximos, el personal es alérgico a la cuchara. Dicho con todo el respeto para aquellos que dominan el noble arte de los palillos, y los utilizan como quien teje una bufanda y a la par ensarta fideos.
Viene lo de la cuchara a colación porque, en estas fechas y en estos lares, el uso y disfrute de este utensilio se manifiesta necesidad ineludible para la supervivencia ibera. En su uso transita gran parte de la capacidad humana para eludir los rigores de este invierno, que empieza a dar bocanadas.
A la cuchara -invento neolítico-, la humanidad debiera rendir un homenaje universal. En sus diferentes advocaciones, tales como cucharón, cucharilla, cucharita o incluso cazón, este elemento del menaje doméstico ha sido fiel compañero del homo sapiens desde la noche de los tiempos. Sin ella, como dice Pablo Neruda en su oda a la cuchara, no se reconoce al hombre: «Sí, cuchara. Trepaste con el hombre a las montañas, descendiste los ríos, llenaste embarcaciones y ciudades, castillos y cocinas, pero el difícil camino de tu vida es juntarte con el plato del pobre y con su boca», cantó el orondo chileno.
De madera, de hueso, de cerámica, de plástico o fabricada con materiales preciosos, la cuchara ha sido y es signo de distinción. Hace dos siglos, cualquier ilustre invitado llevaba sus propios cubiertos allí donde se dispusiera el ágape. Aquella gente de postín disponía, incluso, de un criado para portar y guardar su ajuar de mesa. El sirviente los ofrecía a su señor con una relevancia y protocolo digno de los mejores duelos a sangre.
Siglo antes, con el origen de las Universidades, los llamados sopistas eran reconocidos por su cuchara de madera prendida en su capa o bigornio. Llegaban a las fondas o ventas, y como no tenían un mísero ducado, cantaban sus coplas a cambio de un plato de sopa caliente. Y quizá de algo más.
La cuchara es la catapulta que nos lanza los manjares que disfrutamos estos días. Fideos, garbanzos, fabes, judías, verdinas, pochas, habichuelas, judiones, alubias, patatas, lentejas, arroces o berzas, se convierten en los proyectiles que guarda celosamente el plato, y que alcanzan milimétricamente su objetivo digestivo.
El cocido, en sus diferentes expresiones hispanas, es una delicatessen bomba calórica. En ese arsenal gastronómico estarían la fabada asturiana, las patatas riojanas, la olla ferroviaria, la berza andaluza, el recao de Binéfar, el botillo berciano, el gazpacho manchego, la sopa castellana, la olleta de Blat valenciana, el potaje gitano y la caldereta de cordero extremeña (sin olvidar unas gachas curiosas, of course).
Para la historia de la humanidad quedan esos momentos lentos, pausados y parsimoniosos que componen la detonación en la boca. Previo al estallido, es recomendable un elegante soplido para reducir la exposición de las papilas gustativas a una segura quemadura, fruto de la ansiedad.
El ansia viva es mu mala. Y más, en la mesa.