Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


Anestesia general

04/02/2022

España prefiere siempre los debates interesantes. La gente, ese concepto tan indeterminado del que se aprovechó Podemos en aquel germen del 15M, acostumbra a decantarse del lado de lo importante. Cuando le dejan -y eso se limita a las redes sociales y a las barras de los bares- el pueblo es soberano. ¿Nos gustan o nos dan miedo las tetas? ¿Rigoberta o Chanel? ¿La muñeira folk o el pop latino? Hete ahí la cuestión, o la retahíla de cuestiones que mantiene al personal ocupado mientras sigue haciendo efecto la anestesia general que nos colocaron hace justo dos años. A falta de una vacuna que nos impida contagiarnos, el narcotizante que ha venido con el COVID tiene un efecto duradero. Eso es de lo poco que ha quedado completamente demostrado.
Si el precio de la gasolina sube por quinta semana consecutiva y supera su propio máximo histórico siempre es un asunto menor. El coche es cosa de ricos. Donde esté una bicicleta o un patinete eléctrico, que se quiten los vehículos. El agricultor que llena el depósito de su tractor lo hace por vicio. ¡Pudiendo labrar con mulas y segar con la hoz! El camionero que transporta mercancía de una punta de España a la otra está promocionando el dispendio. ¿Todavía no ha quedado claro que el autoabastecimiento es el futuro y que la vuelta al trueque es una forma de comercio equilibrada?  Esas son las razones -y sola esas- las que llevan a los sindicatos a quedarse en casa y no defender a los agricultores, a los camioneros, a los comerciales o a cualquier profesional que dependa de su coche para ir al trabajo y no tenga alternativa. Que nadie piense que se ven condicionados por los 17 millones que va a repartir este año Pedro Sánchez entre UGT y CCOO. O los 10 millones que les dio en 2021. Es una cuestión de responsabilidad, nada que ver con las regalías del Ejecutivo, un 56% más de subvenciones para «actividades sindicales». ¿Y la luz qué? Pasapalabra.
El debate abierto con las mascarillas también es poca cosa comparado con lo de la previa de Eurovisión. No cabe lugar a la discusión. Si lo dice el Gobierno tiene que ser beneficioso para los 47 millones de españoles. En la calle, obligatoria. Entramos al bar, nos la podemos quitar. ¿Quién no ha visto alguna vez a un motorista quitarse el casco cuando se sube a su vehículo mientras se lo coloca cuando se baja? Si no hay informe científico que avale la medida de las mascarillas, tampoco es prioritario ni grave. La confianza ciega en el Ministerio de Sanidad está muy por encima de cualquier explicación convincente que nos dé un grupo de expertos, esa figura tan indeterminada como la de la gente. La fe en Darias y, por tanto, en Sánchez, se puede extender a las vacunas, especialmente a la dosis de refuerzo, esa que baila más que Chanel, cambiante como las Tanxugueiras y provocadora como Rigoberta Bandini. ¿Qué más da que no nos hagan un estudio inmunológico previo para saber a ciencia cierta si hemos pasado la enfermedad recientemente? Te colocas la vacuna, haces pleno al tres y,  cuando nos llamen para la cuarta, iremos sin rechistar o, como mucho, con la nariz tapada.
Dos años llevamos de pandemia y el paciente está grogui total. Sigamos con lo importante, que, en este caso, apenas se diferencia de lo interesante. Entonces, ¿nos gustan o nos dan miedo las tetas? ¿En qué quedamos?