La batalla del tiempo

G. F. A. - Agencias
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El Centro Español de Meteorología para la Defensa trabaja, codo con codo, con las Fuerzas Armadas para que la climatología sea un aliado y no se convierta en un enemigo en las operaciones militares

Los soldados actuales tienen una vinculación cada vez mayor con las predicciones del tiempo - Foto: EFE

¿Enemiga o aliada? La climatología ha sido clave en muchas batallas a lo largo de la historia. Los ejemplos abundan y el más reciente es la guerra de Ucrania, donde Rusia bombardea sin descanso instalaciones energéticas para intentar socavar la moral de su rival condenando a su población a un duro invierno sin luz ni suministro eléctrico.

Y es que la meteorología puede ser un oponente peligroso, pero también un socio inestimable en las operaciones militares. En ello trabaja el equipo del Centro Español de Meteorología para la Defensa (CEMD), funcionarios civiles de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) y adscritos al Mando de Operaciones (MOPS) en la Base de Retamares (Madrid), un singular organigrama al frente del cual está la meteoróloga, Beatriz Sanz.

«La meteorología es un enemigo que a veces aparece y a veces no. Lo que intentamos es que sea un amigo», asegura esta especialista que lleva mucho tiempo vinculada a labores de apoyo al Ejército español.

Creado en 2016 y formado por profesionales del tiempo, predictores y observadores, el CEMD asesora a las Fuerzas Armadas tanto en las operaciones internacionales en las que están desplegados militares como en ejercicios específicos de adiestramiento.

Asimismo, presta apoyo a la Base Aérea de Gando (Gran Canaria), a la Unidad Militar de Emergencias (UME) o al Buque Escuela Juan Sebastián Elcano.

Entre sus cometidos figura también la elaboración de informes diarios para el Cuartel General de la Operación Atalanta, ubicado en Rota (Cádiz), con información para los barcos o aviones que están desplegados en esta misión de la Unión Europea dirigida a la lucha contra la piratería en el Índico.

Asimismo está preparado para asesorar en materia de defensa nuclear, radiológica, biológica y química (NRBQ). «En caso de que hubiera un accidente nuclear o químico, la meteorología tiene algo que decir sobre cómo se va a mover la nube tóxica», aseveró.

Desarrolla su labor totalmente integrado con Defensa y forma parte de su proceso de decisiones, señala Sanz. «Cuando cualquier mando toma una resolución, nosotros somos uno de los 'input' que tiene que tener en cuenta».

Viento y niebla

Félix Chinchón es analista predictor y se encarga fundamentalmente de elaborar el mapa de indicaciones para los barcos de la Armada y los aviones del Ejército del Aire.

Las predicciones normalmente son a 24 o 48 horas, pues conforme se va alargando el período se vuelven más imprecisas. «Yo no basaría ninguna decisión importante en qué tiempo va a hacer dentro de cinco días», advierte.

A los ejércitos y a la Armada no les interesa tanto si va a llegar una borrasca o un anticiclón, sino cómo va a afectar a sus operaciones.

Aunque la velocidad del viento es una de las variables más importantes para la navegación, «no les importa si va a soplar entre 10 y 15 nudos, sino que necesitan saber si va a impedir, por ejemplo, que naveguen los barcos o puedan desembarcar», apunta Sanz.

La niebla es otra de las variables que puede ser un enemigo, pero también un aliado: por ejemplo, ante un abordaje, dificulta ser descubierto en la maniobra de aproximación.

La aparición de viento cruzado en el despegue y en el aterrizaje, turbulencias, engelamiento (formación de hielo en algunas superficies del aparato), tormentas o niebla pueden obligar a anular un vuelo o elegir una ruta alternativa. Las altas temperaturas, a reducir la carga.

Las nubes altas pueden ser un problema para los «cazas» porque dificultan la visibilidad. Un cirro en caso de combate puede evitar ver a un avión enemigo que vuela por debajo. Los drones, por su parte, tienen unos límites de velocidad de viento muy bajos para poder volar.

La nubosidad baja que impide ver el terreno, la lluvia que embarra el suelo, el viento en las distintas capas y la temperatura son algunas de los fenómenos atmosféricos clave para un paracaidista.

Para evitar que el aire modifique la trayectoria de un misil, los operadores de artillería introducen en los aparatos de lanzamiento los datos del viento en altura y la intensidad.

Sanz incide en la importancia de la seguridad, que se traduce en que «no ocurra ningún percance por un fenómeno meteorológico adverso no previsto», como una tormenta de arena en Irak, que puede destruir un helicóptero. «Trasladamos todos nuestros conocimientos de meteorología en un lenguaje que los militares entiendan, dirigido a sus intereses».

Los especialistas del CEMD vigilan constantemente el tiempo prácticamente en casi todas las zonas del mundo. «Por ejemplo, advertimos con diez días de antelación de un ciclón que se iba a formar en el Golfo de Adén (Somalia) y que iba a afectar a los barcos españoles», explica.

El entrañable «hombre del tiempo» de los viejos Telediarios se ha convertido hoy en el consejero más cercano del Ejército.

El 'general invierno', cuando el frío derrotó a los ejércitos de Napoleón y Hitler

Hay dos ejemplos arquetípicos de lo mucho que el tiempo y el clima pueden llegar a influir en una guerra. Las invasiones de Rusia protagonizadas por Napoleón y Hitler, con algo más de un siglo de diferencia, son un buen ejemplo. A finales de junio de 1812, el ejército francés, la Grande Armée, comenzó su avance por las interminables estepas rusas en dirección a la capital Moscú, donde llegaron sus tropas.

La ambición napoleónica fue demasiado grande y finalmente el letal invierno ruso destruyó su Ejército. El invierno, junto con la estrategia de tierra arrasada de su rival, trajo hambre, privaciones y muerte tanto para hombres como para caballos. Moscú ardía por los cuatro costados cuando llegaron y se encontraron con que no había apenas nada con lo que abastecer a decenas de miles de hombres y animales.

De los casi 700.000 soldados que entraron en Rusia con Napoleón, solo 27.000 pudieron regresaron finalmente a Francia en una retirada que fue una tragedia. Miles de ellos desaparecieron, alrededor de 100.000 fueron capturados y 380.000 murieron, la mayoría congelados por el frío. «No nos han vencido los ejércitos rusos. Los hemos derrotado en el Moscova, en Krasnyi y en el Beresina. El frío del invierno es lo único que nos ha obligado a retirarnos», resumió el propio Bonaparte para ilustrar que no fueron los soldados moscovitas, ni los cañones, los que quebraron a su tropa. Fue el frío, la climatología en definitiva.

De su poderoso Ejército, solo sobrevivieron algo más de 130.000, alrededor del 20 por ciento.

Aquel lejano año de 1812 fue la primera vez que apareció el nombre de 'general invierno'. Se vio en una caricatura satírica británica dedicada a la catastrófica campaña de Napoleón en Rusia. Los británicos escribieron: «El General Invierno afeitando al pequeño Boney (apodo de los ingleses a Napoleón)». Esa denominación hizo fortuna y se acabó convirtiendo en un icono hasta la actualidad.

El 'general invierno', sin embargo, hizo su aparición un siglo antes de que surgiera el propio nombre. En 1708, durante la Gran Guerra del Norte entre Suecia y Rusia, el ejército de Carlos XII pasó el invierno en Ucrania. Allí sufrió el invierno más frío que Europa había visto en 500 años. Los soldados escandinavos conocían el frío pero no estaban preparados para unas temperaturas como esas. Casi la mitad de los suecos y sus caballos se congelaron literalmente. 

La meteorología no solo detuvo la Grande Armée de Napoleón, sino también la Operación Barbarroja de Hitler, su invasión de la entonces Unión Soviética que lideraba Stalin.

Comenzó el 22 de junio de 1941. Hitler envió contra Rusia unos tres millones de hombres y 3.000 tanques. El ejército alemán era una máquina de guerra formidable que había conquistado media Europa en unos pocos meses. Sin embargo, la nieve, el frío y el barro fueron más letales para él que los tanques rusos. 

Un meteorólogo evitó que el desembarco de Normandía acabase en una tragedia

El Día D, nombre con el que ha pasado a la historia el desembarco de Normandía, pudo haber terminado convertido en uno de los mayores desastres militares. El general Eisenhower y sus consejeros pasaron muchas horas sopesando cuál debía ser la jornada perfecta para invadir la costa de Normandía y liberar a Francia y luego al resto de Europa de las garras del nazismo. 

Ya en aquel entonces, la meteorología era un aspecto a tener muy en cuenta. Las variables a tomar en consideración para realizar aquel formidable movimiento militar en las mejores condiciones eran muy numerosas y no solo en lo que respecta a los planes defensivos de los alemanes... también en lo relativo a los cielos. 

La intención inicial era programar los aterrizajes poco antes del amanecer, a medio camino entre la marea baja y la alta, pero con esta subiendo, y en un día de luna llena. Tras numerosos debates y dudas parecieron encontrar por fin el día perfecto: el 5 junio de 1944. 

En esa lejana fecha todo debía estar preparado para ejecutar la Operación Overlord. Unos 150.000 hombres con 30.000 vehículos -en su mayoría de los ejércitos británico y estadounidense- esperaban la orden para cruzar el Canal de la Mancha y lanzarse sobre las tropas nazis que los aguardaban en las playas normandas.

Sin embargo, la gigantesca operación tuvo que esperar un día más, hasta el 6 de junio, por... la climatología. Harold Checketts, un experto hombre del tiempo de la Armada británica, que trabajaba junto capitán James Martin Stagg, meteorólogo jefe de la Royal Air Force, dio la voz de alarma: el viento era demasiado fuerte y las nubes estaban demasiado bajas para asegurar el éxito de la invasión el 5 de junio. Pero el parte era esperanzador: en 24 horas, la situación iba a calmarse.

Stagg no solo predijo una tormenta para el 5 de junio de 1944, sino que pronosticó para el siguiente día condiciones favorables para un desembarco que siguió sus indicaciones y decantó la guerra del lado aliado.

Las nubes determinaron que la bomba atómica cayese finalmente en Nagasaki

El tiempo tuvo también otro papel decisivo en la recta final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos mantenía abiertas las hostilidades con Japón.

Es una curiosidad poco conocida pero muy ilustrativa de la importancia -en este caso terrible- de un fenómeno meteorológico. Por increíble que parezca, fue una densa capa de nubes la que decidió que la segunda bomba atómica que se lanzó en territorio nipón fuese a caer sobre Nagasaki.

Después de tirar la primera sobre Hiroshima, Estados Unidos tenía tres objetivos potenciales designados para la segunda bomba: Kokura, Kioto y Niigata. Se eliminó la opción de Kioto, que se salvó por su importancia y sus vínculos con asociaciones religiosas. Más tarde, Niigata fue elminada debido a la larga distancia para la capacidad de los aviones y entonces Nagasaki se agregó a la lista de objetivos potenciales, aunque no era una ciudad prioritaria para los planes de los estadounidenses.

La elegida fue Kokura. Un avión despegó el 9 de agosto de 1945 con una nueva bomba nuclear en su vientre para llevar el horror a esta ciudad.  Sin embargo, una densa capa de nubes impenetrables impedía ver apenas nada. Hubo órdenes de lanzar la bomba solo después de la confirmación visual del objetivo para maximizar su poder destructivo. Así, el piloto no pudo lanzarla en esta población y el combustible empezaba a escasear  por lo que optó por dirigirse a Nagasaki. La ciudad se libró por unas nubes y aquel golpe de suerte dio origen a la expresión japonesa «la suerte de Kokura».