"En el fondo sentía que algo estaba mal"

Susana Samhan (EFE)
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Los marines que lucharon en el desierto nunca juzgaron las órdenes que les dieron, pero aseguran que vivieron un «auténtico infierno»

"En el fondo sentía que algo estaba mal" - Foto: KHIDER ABBAS

Tensión, miedo a lo desconocido y gente de un país remoto que les daba la bienvenida... Nada hacía presagiar que Irak se tornaría en un infierno para el marine Jeremy Williams y el resto de sus compañeros que entraron aquel 20 de marzo de 2003 en la nación. «No sabíamos que iba a ser una parte tan dura», rememora.

Justo el día de su 21 cumpleaños, cruzaba a Irak desde Kuwait con la Primera Fuerza Expedicionaria de los Marines. Primero se dirigieron al norte, a Al Nasiriya, una ciudad de mayoría chiita estratégica. Su misión: proteger el área y a sus compañeros.

«Estábamos en mitad del desierto del sur de Irak, apoyando la fuerza principal de combate que iba al interior de Al Nasiriya, y cuando paramos nos dijeron: 'Esta es tu posición, defiéndela'», detalla.

Si hubo algo que le sorprendió fue lo acogedores que fueron los iraquíes al principio. Cuando los combates se iniciaron, lo primero que vieron fue a muchos desertores agitando banderas blancas. Luego se encontrarían con una insurgencia feroz.

Williams y sus compañeros iban con equipamiento frente a un hipotético ataque químico, con máscaras de gas y trajes protectores: el pretexto de la intervención era que el régimen de Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva. Unas armas que nunca se encontraron por «mala inteligencia», resume, admitiendo que se echó a reír cuando lo supo.

Él era un soldado que estaba haciendo su trabajo y obedeciendo órdenes, aunque «en el fondo» sentía que algo que estaba mal. Apenas llevaba un año casado y su hijo tenía tres semanas cuando partió de su casa en 2003 para ir a un lugar al otro lado del mundo a luchar.

«Probablemente lo más difícil que he hecho, junto a ser padre, haya sido ir a la guerra. El estrés de oír hablar sobre un posible ataque con gas nos hacía ponernos las máscaras, las capuchas, los guantes, las botas y el traje antiquímico con 51 o 54 grados de temperatura», apunta. «Se pasa miedo y es frustrante», pero lo peor es «no saber qué va a ocurrir».

Tras su primer despliegue entre marzo y julio de 2003, regresó a casa y, cuando su primer hijo empezaba a gatear, regresó en agosto de 2004, a Faluya, bastión de la insurgencia sunita, donde EEUU lanzó una campaña militar con más de 1.000 civiles y 70 soldados estadounidenses muertos. Allí patrullaba las calles y se las tuvo que ver de cerca con el enemigo. Les atacaban a diario con proyectiles de mortero y cohetes.

Aun así, no fue hasta 2005, en su tercera salida a otra plaza fuerte del enemigo, Ramadi, donde Al Qaeda acabó reagrupándose, cuando se dio cuenta de que los iraquíes no les querían allí. «Fue después de un tiroteo que pensé: 'Estamos aquí para ayudarles y hay gente que lucha contra nosotros», lamenta.

Un día, en Ramadi, una bomba explotó al paso de su convoy, dejándole lesiones en el cerebro. Fue evacuado a EEUU y dado de baja.

«Hicimos lo mejor dentro de nuestras capacidades, no cuestionamos las órdenes», puntualiza.

Para Williams, es una de las experiencias más aterradoras que uno puede afrontar. Pero, dos décadas después y sabiendo lo que sabe, no cambiaría nada en sus decisiones vitales: «Viendo lo que han traído para mí estos 20 años, me ha aportado la perspectiva de que cualquiera que haya visto tal atrocidad, puede valorar mejor la vida».

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