1993. El año en que Aznar rozó el palo

Carlos Dávila
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1993. El año en que Aznar rozó el palo

El 1992 nos dejó a todos con resaca y, como sucede con todas las 'moñas', bastante perjudicados. De repente, abandonamos los fastos. La Cartuja se cerró en Sevilla y el remodelado Montjuich en Barcelona se quedó, más o menos, para criar malvas. Aún hoy no saben qué hacer con este estadio. Es más, en todos estos años solo ha habido para él una ocurrencia: denominarle 'Estadio Lluis Companys'. Una figura separatista de la República Española (también de la Catalana que él proclamó), y que si no hubiera sido porque los alemanes se lo entregaron a Franco en Francia y el Caudillo le ajustició, hubiera pasado a la Historia más para mal, que para bien. Por lo menos como un cobarde. Pero ahora, el caso es que Montjuich se ha quedado como una perla cultivada carísima a la que nadie presta el menor caso. 

Vinieron las lluvias del 93, que al parecer fueron muchas. Y los españoles, después de despertar del amor patrio del 92, caímos en la cuenta de que aquel derroche había que pagarlo. Y en esas estamos todavía. Por aquel entonces -recuerden- la banca hispana ya estaba en alteración permanente porque un okupa de ocasión, Mario Conde, estaba llevando al inalterable, durante años y años, Banesto, a la quiebra absoluta. A última hora y para salvar sus cuentas, intentó con la multinacional estadounidense J.P. Morgan una ampliación de capital que el Gobierno hizo saber que no lo aceptaba. Aquellos días, fíjense, la Bolsa se desplomó un 23 por ciento, y los conmilitones financieros del país, que obraban con otras fichas bancarias, dejaron caer al osado. Uno de ellos, tipo peculiar, el banquero Amusátegui, musitaba esto por los cenáculos de la capital: «Aquí no necesitamos aventureros».

Pero el 93, de nuevo fue un año de elecciones con un resultado que fue una sorpresa morrocotuda. Al nuevo Partido Popular de José María Aznar le daban de antemano por vencedor indiscutible. Un sociólogo muy de postín, a la sazón, se atrevió a apostarse un almuerzo con diez cronistas políticos. Perdió y aún le estamos esperando. 

El socialista Felipe González, ciertamente ya exhausto, volvió a presentarse de mala gana ante un rival que, en el primer choque a dos que tuvieron en la televisión, le vapuleó como a un pelele, pero en el segundo, y cuando la nación entera le daba por liquidado, González resucitó de sus cenizas y lidió a su oponente como si fuera un guiñapo. Cinco días después, ganó el PSOE las elecciones apenas con 15 escaños más que el PP. González, cabizbajo y muy enfadado, compareció en la noche electoral y sentenció: «He entendido el mensaje», pero, ¡qué va! siguió recortando bonsais en La Moncloa (su única afición entonces). Un tiempo después, el nacionalista catalán Jordi Pujol le abandonó de malas maneras como si se tratara de un desodorante de protección oficial. El popular Aznar encajó la derrota con su rostro contrito, pero aún más impenetrable que nunca, y solo vino a decir: «No estábamos preparados para ganar».

No como el ciclista navarro Indurain, que, de nuevo, se paseó por el Tour de Francia con un tercer triunfo, que siempre tuvo a los franceses muy nerviosos, encocorados por no encontrar droga alguna que le apeara del podio. Era un personaje muy singular aquel Miguelón al que unos vasquistas estúpidos le quisieron rebautizar como Mikel. Él lo dejó claro: «Si me llaman así, igual no atiendo». Y es que en aquel mundo de abertzales irredentos, respuestas así descolocaban incluso a los terroristas de ETA que, por lo demás, seguían a lo suyo asesinando por doquier: 36 víctimas en aquel año. Entre ellas, los militares de un convoy que quedaron destrozados en la Plaza Ruiz de Alda de Madrid. Fue noticia que de uno de los oficiales bombardeados, apenas se pudo hallar su gorra castrense y un par de trozos de su cuerpo. Por cierto, de esta monstruosidad aún hoy no se conocen los verdaderos autores. 

Las gentes de entonces se estremecían con sucesos así y se indignaban con el relato de la corrupción del partido gobernante: el PSOE. Para financiarse sus altos directivos se ingeniaron un sistema de empresas-fantasma llamadas Filesa, Malesa y Time Export, que pagaban las campañas de la organización. Se ocupó de perseguirlas un catedrático de Derecho Penal muy de izquierdas y absolutamente honrado, Marino Barbero. Al que desde el poder se le volvió literalmente loco. Barbero exigió cuentas por los más de 1.000 millones de pesetas usados en la fechoría, pero al final el hombre tuvo que renunciar. No resistió la presión y un tiempo después, en 2001, ya hecho trizas, se fue a descansar al otro mundo. Un colega suyo recogió esta impresión del eventual juez Barbero: «Para hacer lo que hizo se necesitaban dos cosas que él no tuvo: más salud, y menos honestidad».

Probablemente, si Barbero hubiera contado entonces para su investigación con los avances tecnológicos actuales, hubiera ganado en aquella refriega. Pero resulta, que hasta 1993 no se conoció, como elemento revolucionario, la versión 1.0 del navegador llamado Internet Mosai. El antecedente de los que ahora mismo nos sirven para movernos por las nubes, sin despegar el tafanario del asiento, por el Universo mundo. Fue este ejercicio un año decisivo para la nueva tecnología. En abril, por ejemplo, Microsoft desarrolló el Windows NT que hoy mismo ya nos parece una antigualla del Paleolítico Superior, 15.000 años, recuerden, antes de Cristo.

El mundo se movía un poco más lento que la Rusia que había surgido tras la aparente caída (que nunca ha caído del todo) de la Unión Soviética. En la Rusia que al parecer apostaba por convertirse en un Estado democrático, tomó el poder un individuo acosado por dos taras: sus temblores existenciales y su desmedida afición al alcohol. De entonces es la crónica de un corresponsal televisivo en Moscú que un día empezó su relato de esta guisa: «Boris Yeltsin, más sereno que nunca (y se rió) ha empezado el día tomando, aparte de su consabido vodka, una decisión trascendental: ha declarado todo el suelo ruso propiedad privada». Fue una trampa soez a los concursos porque para quedarse con miles y miles de hectáreas solo acudieron los enchufados del Kremlin, y así se articuló una casta de hipermillonarios que hacen y deshacen a su gusto mientras eso no inoportune al mandamás ruso, ahora el asesino Putin.

Y por España una rememoranza, que es actualidad hoy en la política exterior. Aquel Gobierno socialista de González observó muy de cerca el fracaso que en la antigua ciudad española de El Aiuun celebraron los enviados especiales del Rey moro Hassan II y el Frente Polisario. Como se previno, no se suscitó acuerdo alguno y España aprovechó la ocasión para seguir reivindicando la necesidad de un referéndum para decidir el futuro de aquel territorio y, de paso, para reconocer la lucha de «los amigos del Frente Polisario». ¡Lo que va de ayer a hoy! 
Marruecos se satisfizo con aquel fiasco y encontró en Bill Clinton, nuevo presidente norteamericano surgido de las elecciones de noviembre, un apoyo total, como si de un mandatario republicano se tratara. 

Aquí de nuevo nos estremecimos al saber del hallazgo de los restos de las niñas de Alcásser, un asesinato triple que conmocionó España y que fue adelanto del periodismo más amarillo, más buceador en la tragedia humana que se haya realizado nunca en España. Y, por terminar hablando de chistes: unos científicos norteamericanos dijeron haber encontrado en un tintero fragmentos del cráneo de Hitler. Aquello pareció una broma de los Santos Inocentes. La verdad fue desvelada mucho más tarde, en 2009: eran restos calcinados ¡en un cenicero! pero no se sabe de quién, después de 1945... 

En el exterior se empezaba a desarrollarse el más perjudicial invento de la Historia General de la Comunicación: las Fake news, ahora tan de moda, incluso tan respetadas.