Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Cena en El Prado

04/07/2022

Evidentemente no se trata del celebérrimo Déjeuner sur l´herbe de Manet, sino de la cena que Pedro Sánchez ofreció el pasado miércoles a los líderes de los 30 países miembros acudidos a Madrid a la Cumbre de la OTAN. El lugar elegido, el Museo del Prado. Una cena a la que a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad le hubiera encantado asistir. Casi un sueño de Las mil y una noches. No sé si se lo esperarían o no, pero la faz de cada uno de los asistentes al entrar y proceder a las correspondientes salutaciones, era un auténtico poema. Un regalo del cielo. La idea, avanzada en la prensa, fue tema de discusión, hasta que, vista la delicadeza con que fue llevada a la práctica, resultó incuestionable: todo un éxito. Por lo que no podemos menos de felicitar a quien o quienes la parieron. .
Como español de bien me sentí orgulloso de ver al todopoderoso Biden (rey de reyes) deslumbrado, como deslumbrado quedó la víspera al ser recibido en el palacio de Oriente por el rey Felipe VI, con todo el boato que exigía la ocasión. Esa España, trágica y lóbrega, de La casa de Bernarda Alba, de La familia de Pascual Duarte o de Tiempo de silencio, de repente se embutió en sus mejores galas, y apareció en todo su esplendor cultural e histórico, que tan mal hemos sabido vender por culpa de tanta leyenda negra y tanto envidioso malintencionado. Esa cena del Prado hará correr ríos de tinta en un futuro próximo (yo me quedo con un posible monólogo interior de Boris Johnson recorriendo él solo, apartado de los demás, tanta maravilla pictórica).
No me cabe la menor duda de que el golpe genial dado con la cena de los poderosos en el Museo del Prado va a atraer a miles y miles de curiosos de todos los países, que acaso sólo lo conocían de referencias; como no me cabe la menor duda de que las dotes de anfitriones de nuestro monarca y presidente de Gobierno con sus respectivas esposas, van a dar que hablar, para bien. Pero no olvidemos que los objetivos de la Cumbre estaban más cerca de La rendición de Breda que de las pinturas de Fray Angélico. Dos países de larguísima tradición neutral –Suecia y Finlandia–, a quienes tan bien les ha ido hasta ahora, hoy día sienten la zarpa rusa rondando sus campiñas y corren pidiendo ayuda a la OTAN. Y, en especial, Ucrania, su enorme tragedia, por culpa esencialmente de su candidez al entregar a Rusia el arsenal nuclear que atesoraba.
Lejos de las recepciones, las cenas de ensueño, los paseos por La Granja, una vez más estuvo la imagen en la gran pantalla de Zelenski reclamando armas pesadas para plantar cara a la fiera desatada que lanza cohetes contra todo lo que se mueve (una guerra desnaturalizada que ha ocasionado más de nueve millones de desplazados). La guerra de Ucrania ha puesto patas arriba el viejo orden mundial. Y los nuevos desafíos no pueden menos de hacernos estremecer, por cuanto reverdecen momentos trágicos que creíamos irremisiblemente superados. La amenaza constante y la locura parecen imponerse, y el presidente de Estados Unidos (un anciano que es la punta del iceberg de una maquinaria poderosísima) insta a sus medrosos aliados a aumentar sus presupuestos para armarse, con el típico pretexto: si quieres la paz, prepárate para la guerra.
Y, mientras tanto, Ucrania se desangra, pone los muertos y sufre a diario el horror: escuelas, teatros, supermercados, apartamentos. Todo puede ser objeto del cañón que dispara a su antojo. Por eso, y de la misma forma que los acompañantes de los líderes posaron para el mundo entero junto al Guernica de Picasso, en el Museo Reina Sofía, los celebrantes del Prado, al final de su feérica cena, en vez de posar para la posteridad a ambos lados de Las meninas de Velázquez, deberían haberlo hecho, por más que le hubiera pesado a Macron, frente a Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808 del genial Goya, cuya temática estaba muchísimo más en consonancia con lo que allí les congregaba. Un auténtico alegato contra la guerra, único en su género, con ese grupo de soldados sin rostro, inflexibles, una máquina de matar, contrastando en su estructura disciplinada y mecánica con el desorden de las víctimas, entre las que destaca el héroe anónimo que se enfrente de nuevo a ellos, ahora arrodillado y con los brazos en cruz, con su expresión de terror y asombro, sin comprender la razón de tan brutal represalia. Habría sido la guinda.