Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


En el centenario de la muerte de Marcel Proust (I)

07/11/2022

                 Proust partout
En octubre de 1921, Proust entregaba a Gallimard Sodome et Gomorrhe II, que preveía editar en dos volúmenes, pero que al final se quedarían en cuatro, titulando el tercero La Prisonnière y el cuarto, provisionalmente, La Fugitive. Este segundo volumen de Sodome et Gomorrhe II  vería la luz en abril de 1922, y sería el último que el autor publicara en vida. Tan sólo un mes después, en mayo, Proust, por más que siguiera trabajando su texto hasta el momento mismo de su muerte, anunciaba con orgullo a Céleste (su fiel ama de llaves) que había puesto punto y final a su manuscrito, añadiendo: «Maintenant, je peux mourir».
El 18 de ese mismo mes de mayo, aceptó asistir, en el hotel Majestic, a una cena ofrecida por los Schiff (ricos mecenas ingleses) en su honor y en el de Picasso, Joyce, Stravinsky y Diaghilev. Pero, a lo que parece, todos aquellos genios allí congregados tan sólo intercambiaron alguna que otra banalidad. Joyce, algún tiempo después, contó al respecto: «Nuestra conversación se resumió en la palabra 'no'». Proust me preguntó si conocía al duque D´Untel. Yo respondí «no». Nuestra anfitriona preguntó a Proust si había leído tal o cual parte de Ulysses. Proust respondió «no» y así sucesivamente.
Una noche de octubre, Proust, invitado a una velada en casa de Étienne de Beaumont, cogió frío, y lo que muy bien hubiera podido quedar en un mal resfriado, se transformó en una bronquitis aguda. Su médico, lógicamente, le prescribió reposo y cuidados de todo tipo, pero él, presintiendo muy posiblemente la proximidad de su muerte, no lo escuchó, sino que continuó trabajando en su manuscrito de La Prisonnière, de la que extrajo varios fragmentos, publicados el 1 de noviembre en la Nouvelle Revue Française. Poco después manifestó su intención de dar un giro radical a Albertine disparue –título por el que se había inclinado luego de enterarse de que Rabindranath Tagore acababa de publicar un poemario titulado La fugitiva–, pero, para entonces, la bronquitis, por falta de cuidados, se había convertido en neumonía. La tarde del 17 de noviembre la pasó corrigiendo el pasaje de La Prisonnière en el que cuenta la muerte de Bergotte. Al día siguiente, por la mañana, empezó a sufrir alucinaciones. Consciente de su inminente final, Céleste, desoyendo sus órdenes, llamó a su hermano y a otros médicos, como el gran doctor Babinski, que sólo pudieron acompañarlo en sus últimos momentos. En su habitación helada, dado que no toleraba ni la calefacción central por miedo a intoxicarse, ni el fuego de la chimenea a causa del humo y el polvo tan nocivos para su asma, Proust, bien abrigado con sus jerséis de lana, moría apaciblemente, con la máscara de oxígeno que momentos antes le había puesto su hermano, como un niño que se duerme de sus «paperoles» que habitualmente velaban su sueño. Era la tarde del 18 de noviembre de 1922, justo a la hora del té. Su agonía se encargaría de pormenorizarla su fiel Céleste, en su excelente libro, Monsieur Proust, publicado en 1973, y, sobre todo, en una conmovedora entrevista televisada en 1975. En la fotografía tomada inmediatamente después de su muerte, uno se queda sobrecogido de ver su rostro como calcinado y ceniciento, el de un ser consumido por el esfuerzo. En su lecho encontraron un sobre en cuyo dorso el moribundo había escrito febrilmente un pequeño fragmento. Se trata del pasaje de La fugitiva en el que el héroe, tras la muerte de Albertine, encuentra a Gilberte Swann bajo el nombre de Mlle. De Forcheville. Cuatro días más tarde, nuestro novelista era inhumado en el cementerio del Père Lachaise, muy cerca de Oscar Wilde y de Apollinaire, donde todavía se le puede visitar. Había muerto el hombre, con las botas puestas, pero quedaba su obra, y qué obra: En busca del tiempo perdido.