Oscuridad y silencio

J. L. M. / Talavera
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La Procesión del Silencio con la imagen del Santísimo Cristo de la Espina es uno de los momentos más solemnes de la Semana Santa Talaverana

Sólo la luz de las velas iluminó la marcha del Miércoles Santo. - Foto: Peña

Como histórico lugar de paso por tratarse de una urbe con gran tradición comercial localizada en pleno centro de la península Ibérica, Talavera es una ciudad en la que buena parte de sus usos y costumbres se han tomado de uno y de otro sitio gracias a aquellos que llegaron para quedarse o que pasaron y, tras dejar su huella, volvieron a marcharse. Por este motivo, la celebración de la Semana Santa talaverana es un claro ejemplo de esa variedad de tendencias y aportaciones, debido a que se pueden ver procesiones con ese todo sobrio y recatado tan característico de la zona de Castilla y León, así como marchas religiosas más llamativas y con el colorido y la parafernalia propia de las celebraciones que tienen lugar en Andalucía.

La talla del Santísimo Cristo de la Espina es obra del imaginero José Zazo y Mayo y data de la segunda mitad del siglo XVIII.La talla del Santísimo Cristo de la Espina es obra del imaginero José Zazo y Mayo y data de la segunda mitad del siglo XVIII. - Foto: Peña En la noche del Miércoles Santo predominan, sin lugar a dudas, los momentos marcados por la seriedad, la sobriedad y, sobre todo, el silencio. Es la noche en la que el Santísimo Cristo de la Espina, con rostro cansado, cubierto de sangre y demacrado, refleja en las oscurecidas calles del recorrido procesional el intenso sufrimiento que experimentó Jesucristo cuando fue clavado en la cruz.

Tan simbólico acontecimiento merece el máximo de los respetos, una circunstancia esta que dejaron patente todos aquellos que ya de madrugada se acercaron al Puente Viejo para ver cruzar por las aguas del río Tajo a una imponente imagen de la segunda mitad del siglo XVIII elaborada por el artesano imaginero José de Zazo y Mayo, que en la actualidad se encuentra en muy buen estado de conservación por la restauración que llevó a cabo de la misma Ana Veuthey en el año 1997.  

Como en años anteriores, la Procesión del Silencio partió en torno a las 23 horas del Colegio Madre de la Esperanza, lugar en el que se llevaron a cabo los últimos preparativos para que el trabajo de todo un año saliera a la perfección. Una vez en marcha, la talla del Cristo de la Espina desfiló a paso lento y seguro por el vetusto pontón, que únicamente estaba iluminado por las velas y cirios de cientos de cofrades, ataviados en su mayor parte con túnicas negras marcadas con una gran cruz blanca en el pecho y ceñidas con un cinturón de esparto, elemento este que fue importado por Ruiz de Luna de los penitentes andaluces.

El paso, portado  a hombros por una veintena de penitentes y escoltado por varios mandos de la Guardia Civil, estaba cubierto en su totalidad con rosas y claveles de una intensa tonalidad roja, elementos florales que destacaban aún más gracias a los cuatro faroles colocados en cada una de las cuatro esquinas de la mesa de metal plateado donde se alza la figura de Jesucristo crucificado.

La luz de la Luna. La travesía por el Puente Viejo fue tan tranquila que el Cristo de la Espina parecía mecerse por las aguas del río, unas aguas que, a pesar de la ausencia total de luz artificial, brillaba por la intensidad con la que la Luna quiso iluminar una noche en la que la temperatura rondaba los veinte grados.

Ya pasada la media noche, la procesión llegó a la otra orilla del Tajo y fue recibida por la banda de cornetas y tambores de la hermandad con una marcha procesional que aportó aún más solemnidad a la noche. A partir de este punto los músicos acompañaron hasta el final a la procesión, que concluyó pasadas las dos de la madrugada en la iglesia de La Colegial tras pasar antes por la ronda del Cañillo, calle Carnicerías, calle Pescaderías, plaza del Reloj, Corredera del Cristo, calle Palenque y plaza del Pan.