Envoltorio para especias

Bienvenido Maquedano
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El Quijote está lleno a rebosar de comida. No hace más que empezar y ya está hablando de que el hidalgo manchego, por muy seco de carnes y enjuto de rostro que fuera, solía comer sus cocidos con más vaca que carnero...

Miguel de Cervantes tuvo una vida ajetreada. Cautivo en Argel, manco en Lepanto, recaudador de impuestos, y preso en al menos dos cárceles andaluzas. Nació en Alcalá de Henares, casó con doña Catalina de Palacios y vivió con ella en Esquivias. Entre tanto, escribía. Toledo aparece citado en Rinconete y Cortadillo, intuido en La Galatea, de refilón en los Trabajos de Persiles y Segismunda, y más a fondo en La ilustre fregona, con el desaparecido Mesón del Sevillano convertido en escenario principal. Con toda mi ilusión he leído los cuatro y he constatado que, al igual que no todo García Márquez es Cien años de soledad, no todo Cervantes es el Quijote. Para colmo, poca cosa de interés culinario se encuentra en esos libros. En La ilustre fregona hay un pasaje donde los protagonistas piden de cenar y el ama les responde «que en aquella posada no daban de comer a nadie, puesto que guisaban y aderezaban lo que los huéspedes traían de fuera comprado; pero que bodegones y casas de estado había cerca, donde sin escrúpulo de conciencia podían ir a cenar lo que quisiesen». En los Trabajos de Persiles y Segismunda, la última obra que escribió y de la que más orgulloso estaba, aprovecha el prólogo-despedida para contar su viaje a caballo desde Esquivias, tierra de ilustrísimos vinos, hasta Toledo. Se confiesa enfermo y acabado a un estudiante jovial que le recomienda que «ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna». Y eso es todo. Ya ven que lo he intentado, pero al final me tengo que agarrar al libro de siempre.
El Quijote está lleno a rebosar de comida. No hace más que empezar y ya está hablando de que el hidalgo manchego, por muy seco de carnes y enjuto de rostro que fuera, solía comer sus cocidos con más vaca que carnero, cenaba el salpicón hecho con las sobras de la mañana, se regalaba unos huevos con torreznos los sábados, lentejas los viernes, y algún palomino caía en su plato para celebrar los domingos. Cuando Don Alonso Quijano se transforma en Don Quijote de la Mancha su hambre se mitiga, tal vez fagocitada por la inconmensurable de Sancho Panza. Ahí tenemos al escudero, obeso hasta en el apellido, preocupado por mantener el orden en la despensa y aprovechar cualquier alto en el camino para trasegar vino de la bota o hincarle el diente a algo, ya fueran requesones que se licúan en el yelmo de su señor como sesos frescos, o banquetes pantagruélicos como el que tuvo lugar con motivo de las bodas de Camacho. Pero, admitiendo que la rica gastronomía manchega recogida en los dos tomos de la novela de Cervantes sería muy similar a la de Toledo, quiero rizar el rizo y centrarme en la pequeña cita alimenticia que tiene a la capital como protagonista.
La vida del escritor siempre ha sido desagradecida. Hoy se abunda en el rechazo de los manuscritos por parte de las editoriales, lo que suele conducir a miles de abandonos vocacionales. No es ninguna novedad. En un momento tan productivo como fue el Siglo de Oro, no sólo escribían los Lope, Cervantes, Tirso o Calderón. Había escritores en la segunda, tercera y cuarta líneas que peleaban por estrenar sus comedias, poetas que participaban en juegos florales a la caza de algún premio, y escritores de menor talento que no conseguían salir adelante. Se cuenta que era costumbre que los poetas sin éxito vendiesen los papeles con sus composiciones a los comerciantes de especias para que éstos los reaprovechasen para empaquetar sus ventas. Es el caso que se cuenta en un romance anónimo recopilado en la Segunda parte del Romancero general y flor de diversa poesía: «Yo no sé para qué escribo/ tanta prosa y tanto verso,/ si todo no importa un cuarto/ y vale el papel el medio./ La tinta vale algo cara/ y, aunque baratos los cuernos,/ estos no suplen la falta/ porque sirven de tinteros. / Un cañón vale un tesoro/ y hanme dexado sin ellos/ las ocasiones de Corte/ que hazen al uso el cavello./Y al cabo sirven mis coplas/ de fundas al especiero». Esta curiosa costumbre es mencionada en un cruce de cartas que sostuvieron dos grandes amigos literatos: Lope de Vega y Pedro Liñán de Riaza. El primero le cuenta al segundo que está cansado de dedicar comedias a los asuntos amorosos de nobles damas y que va a cambiar su escritura a favor del pueblo llano, que era más del gusto de Pedro Liñán:  «Ayer con mis papeles hice cuenta,/ y hallé, sin otras muchas niñerías/ cuyo perdido tiempo me atormenta,/ cien sonetos, seis pares de elegías,/ como zapatos viejos desechados,/ vivos retratos de pasiones mías./ Estos, señor Riselo, están doblados,/que me los ha pedido un especiero/ que quiere dar pimienta en mis cuidados./ Ya me parece que un soneto entero/ en dos de clavos lleva alguna moza/ que me le canta al son de su pandero». A lo que Pedro Liñán le contesta: «Embolverán pimienta en tus sonetos».
En el capítulo IX del Quijote se cuenta el hallazgo fortuito del manuscrito de un tal Cide Hamete Benengeli en el Alcaná toledano, que era el barrio de los mercaderes en el entorno de la Catedral. Un muchacho había ido a vender papeles viejos a un especiero y, cuando Cervantes descubre la historia de Don Quijote escrita en árabe, compra el manuscrito y contrata a un traductor para que se los vuelque al castellano a cambio de dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo. La crítica literaria se pone de acuerdo en ver el episodio de Cervantes con el especiero del Alcaná una burla a Lope de Vega y Pedro Liñán, dando a entender que por el mercado podían andar circulando los malos poemas de los ilustres. Y, como no podía ser de otro modo, el choque de los dos Mourinhos de la época no se hizo esperar. En 1606, el círculo de Lope le hace llegar a Cervantes un soneto ofensivo que contiene estos tercetos: «¡Honra a Lope, potrilla, o guay de ti!/ Que es sol y, si se enoja, lloverá;/ y ese tu ‘Don Quijote’ baladí/ de culo en culo por el mundo va,/ vendiendo especias y azafrán romí,/ al fin en muladares parará». Lo que traducido viene a ser algo así como que Lope es el puto amo y que la novela de Cervantes sólo tiene el valor del papel en el que está escrito, apreciado por los especieros y todo el que necesita limpiarse el trasero.
Antes de que yo naciera, mis padres tuvieron tienda. Mi madre me cuenta que la mercancía llegaba en sacos y que de ellos se despachaban directamente los garbanzos, carillas, judías o lentejas, pero también el pimentón de la Vera, los clavos de olor, la pimienta o los anises. Y así me entero de que en esas épocas ajenas al plástico era costumbre hacer paquetitos de papel para dispensar las especias, y cucuruchos de estraza para alojar legumbres. La obsesión por los envases ha cambiado la relación que tenemos con las mercancías. Si quieres pimentón, te compras una lata; si quieres canela en rama te acercas al súper y coges un botecito de cristal con cierre hermético. Por eso nuestras cocinas han perdido tanto aroma como han ganado en envases de diseño. Aun así, existen un par de lugares en los que comprar a la antigua usanza, y uno de ellos abre sus puertas junto al Arco de la Sangre, allí donde lucía su belleza quinceañera la ilustre fregona. Es una tienda acogedora con olores de antaño y tiene un dependiente que se emociona cuando abre las cajas y abanica los efluvios con su mano hacia tu nariz: un pimentón verato que parece lava ahumada en polvo, especias indias, estrellas de anís o vainilla de la Isla de Reunión. Huele a Conrad, al capitán Cook, a Colón y a Pizarro todo en uno. El próximo día que le visite llevaré una edición en rústica de las aventuras de Don Quijote para que rasgue las hojas y me vaya haciendo paquetes con tesorillos de olor con los que alegrar mis platos.