Garcilaso de la Vega, el poeta soldado

Por Almudena de Arteaga
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Sepulcro en la capilla del Rosario de la iglesia conventual de San Pedro Mártir de Toledo. - Foto: LT

Nací en Toledo entre el languidecer del siglo XV y el nacimiento del XVI  y sin embargo, después de tanto tiempo, resucito cada vez que alguien recita alguno de mis versos. La esencia de un escritor queda impregnada en cada una de las palabras que un día surgieron cual río desbocado de la afilada punta de su pluma y eso es algo que nadie puede evitar.

Fui el tercero de siete hijos que tuvieron el señor de Arcos y de la señora de Batres y de Cuerva. Y como sobrino  nieto del primer marqués de Santillana al descender de una de sus hermanas, Doña Elvira, recibí una esmerada educación.

Perdí a mi padre siendo un niño y no por ello dejamos de sentirnos orgullosos de él ya que mi madre se encargó de transmitirnos sus grandezas al haber sido el representante máximo de los Reyes Católicos, los abuelos del que obligado por la voluntaria reclusión de su madre, Doña Juana de Castilla en Tordesillas, venía a tomar posesión de la corona Castilla desde Flandes donde se había criado. Los que le aborrecían le acusaban de que apenas supiese chapurrear nuestra lengua y de no conocer en absoluto nuestras costumbres.

Muchos de nuestros conocidos se unieron a esta hueste de rebeldía, titulándose a si mismos comuneros. Varias familias, entre ellas la mía, se vieron resquebrajadas ya que mi hermano Pedro Lasso optó por enarbolar su estandarte; yo en cambió elegí ser fiel al nuevo Rey como mi padre lo fue para con sus abuelos los reyes católicos y en cuanto se me brindó la oportunidad de formar parte de la guardia regia de Carlos I, no lo dudé un segundo.  Apenas cumplidos los veinte el ímpetu de la juventud me impulsó a luchar a su favor y contra todos sus enemigos incluido mi hermano.

Ejercitándome en las armas, conocí al que sería mi inseparable compañero de lidias. Fue Juan Boscan el que precisamente me enseñó a apreciar el gusto por griego, latín, italiano, francés y esgrima. De estas artes, la que más me cautivó fue la lírica del gran Ausiás March y a partir de entonces dediqué mis tiempos  de ocio a la que sería desde entonces mi afición preferida, la escritura.

Mi primera contienda a favor del emperador fue, como no podía ser de otro modo, en contra de los comuneros que no tardaron en sumir a toda Castilla en un mar de sangre y que a mí en particular me dejaría la huella imborrable de una primera cicatriz en el rostro en Olías del Rey.

Reducidos estos a cenizas me embarcaría junto a mi amigo Juan Boscán y el futuro virrey de Nápoles en una expedición marítima que muy a nuestro pesar nos costó la perdida de Rodas contra los Turcos. Las segundas cicatrices en la boca y el brazo a punto estuvieron de sesgarme la vida.                                    «Y así, en la parte en que la diestra manogobierna, y en aquella que declaralos conceptos del alma, fui herido.Mas yo haré que aquesta ofensa, carale cueste al ofensor, ya que estoy sano,libre, desesperado y ofendido».

Mi tercera contienda vendría cuando ya cumplido el cuarto de siglo de edad cuando luché valerosamente en Fuenterrabía contra los franceses. Como caballero de la orden de Santiago, su cruz bordada recientemente en mi pecho me libró de todo temor en el fragor de la contienda.   

Por aquellos años mozos la osadía y el amor me embargaban de tal modo que apenas soltaba la espada abrazaba a una mujer. Mi primera y más apasionada dama holgó a mi lado durante cuatro años. Con Doña Guiomar de Carrillo la hija del regidor de Toledo Don Hernando de Ribadeneira aprendí todo lo que un hombre a de saber en estas empresas y como era de esperar tuve un hijo bastardo al que llamó Lorenzo Suárez de Figueroa. Pronto, me vi obligado a olvidarla, en primer lugar al decidir la señora convertirse en comunera y enemiga de mi Señor y en segundo lugar, por orden de mi señora madre cuando decidió casarme con una dama de Doña Leonor, la hermana de mi Rey llamada Doña Elena de Zúñiga. Ella sería la madre de Gracilaso, Iñigo, Pedro, Francisco que murió niño y la nima de mis hijos a la que bautizamos Sancha en honor a mi señora madre. Cinco varones y una mujer sin olvidar a Lorenzo que de ser bastardo no tuvo la culpa por lo que le doté en mi testamento para no dejarle desprovisto y privado de raíces.  

Siempre amé a mi ciudad natal pero también anduve errante por mil y un lugares que me sedujeron arrancándome los mejores sonetos. Recuerdo, por poner un ejemplo, los jardines del Generalife en Granada. Allí había acompañado en su séquito al emperador y Doña Isabel de Portugal, recientemente desposados. Sentado en una de sus bancadas, admiraba el novedoso clavel que el Rey había regalado a su mujer procedente de Asia cuando a mi cabeza acudieron versos para la única mujer que se me resistió y que por haber pasado tanto tiempo puedo nombrar ya sin resquemor. Doña Isabel de Freyre fue la platónica musa que me inspiró para escribir versos y otras artes de trovas al modo de algunos autores Italianos.

Otras muchas vinieron a calentar mi lecho siempre lejano de mi mujer, pero fueron tan fugaces que apenas recuerdo sus nombres.

Olvidado este desencuentro que me sirvió para estar un poco mas seguro de mis dotes literarias, 1529 acompañé a mi señor el Emperador, a su coronación en Italia de manos del Papa Clemente VII. Mi  posterior lucha en la toma de Florencia contra los Franceses nunca fue recompensada ya que pudo más a ojos de mi Rey el haber asistido, buscando la paz, a la boda de mi sobrino el hijo de mi hermano Pedro Lasso el antiguo comunero. Un error ya que la fidelidad al rey a de estar sobre todas las cosas y al enterarse Don Carlos de aquello me desterró a una isla del Danubio. Por ventura me vi librado de este castigo por mi amigo, el Virrey de Nápoles, Don Pedro Toledo que reclamó mi presencia para luchar de nuevo contra los Turcos en el asedio de Viena a las órdenes del Duque de Alba. Decidí embarcarme y luchar de nuevo contra los turcos en general y en contra de Barba Roja en particular. Aquel pirata berberisco llevaba tantos años asesinando y quemando nuestros pueblos costeros que el sueño de acabar con él pudo más que cualquier otra embajada.

El olor a mediterráneo, sal, sudor y sangre se impregnó en mi nariz ganando la partida en este baile de aromas el de la sangre de tal manera que al terminar aquella contienda desee alistarme de nuevo como maestre de campo de un tercio de una infantería de 3000 soldados y llevome el destino a la Provenza para luchar contra los franceses con los cuales andábamos en guerra de nuevo.

Escalando la muralla de una de sus fortalezas sentí como mi pierna se aplastaba entre la escala y la piedra del muro y caí de bruces. Al despertar frente a un barbero y palparme la cabeza supe que no tenía remedio y mis horas ya eran contadas. Sin haber cumplido los cuarenta, la noche entre el trece y el catorce de septiembre en Niza perdí la noción del tiempo, todos mis versos pasaron a una por mi mente como un tercio de soldados a galope y me pareció escuchar la voz del Señor llamándome.

«Si muriese pasada la mar, déjenme donde me enterraren».

P.D. En contra de su voluntad su sepulcro está en la capilla del Rosario de la iglesia conventual de San Pedro Mártir de Toledo