Un cisne en el Tajo

Bienvenido Maquedano
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Hans Christian Andersen viajó por España durante cuatro meses en 1862.Pasó por Madrid, Sevilla o Burgos y, naturalmente, por Toledo dondeconoció sus monumentos y su cocina

Érase una vez un danés muy, pero que muy feo. Tenía un perfil desafortunado, con una nariz digna de un soneto, y era muy larguirucho y flaco. Por ello, andaba el hombre acomplejado. También tenía el estigma de sus humildísimos orígenes, pues era hijo de un zapatero remendón y de una lavandera, y sabía bien lo que era sentir el frío en sus carnes y la reverberación de los rugidos quejumbrosos de su estómago en las orejas. La genética y el lugar de cuna parecían haberse conchabado para convertirlo en un paria, pero su hada madrina le concedió tres dones: el talento, la suerte y el empeño precisos para escapar del cubo de cangrejos de su Odense natal y convertirse en uno de los grandes nombres de la literatura universal. Conociendo la vida de Hans Christian Andersen, se comprenden mucho mejor sus cuentos más populares, los dedicados a personajes maltratados, despreciados e incluso tarados: se vislumbra su retrato en «El patito feo», ese bicho despreciado por ser diferente que acaba convertido en cisne y admirado por todos; el heroísmo de «El soldadito de plomo» a quien le falta una pierna; el deseo de renunciar a lo que fuese si así se logra el amor de «La Sirenita» (algo que él no consiguió ni con mujeres ni con hombres); o la cruel exaltación de la pobreza presente en «La cerillera».

Tuvo la fortuna de triunfar y ser reconocido en vida por la calidad de sus obras en casi toda Europa y Estados Unidos. Le recibieron zares, reyes y archiduques; le homenajearon y premiaron por doquier; sus obras se tradujeron a muchísimos idiomas, pero, ¡ay!, ese reconocimiento no cruzó los Pirineos. Cuando Andersen, después de pasarse media vida soñando con pisar sus idealizadas tierras españolas, a sus 57 años recorre nuestro país, sufre un bofetón contundente en su vanidad porque casi nadie había leído sus cuentos de hadas y, parte de los que lo habían hecho, tampoco le daban mayor importancia. A pesar de ello, retrepado en diligencias y trenes pasó por Barcelona, Valencia, Alicante, Murcia, Málaga, Granada, Cádiz, Sevilla, Córdoba, Madrid, Toledo y Burgos; y lo dejó todo escrito en «Viaje por España». La cosa tampoco es que haya cambiado mucho desde entonces: aquí seguimos sin saber muy bien quién fue este hombre. De acuerdo, a todos nos han contado los cuentos de «La princesa y el guisante», «El yesquero mágico» y los que he citado antes, pero tampoco tenemos muy claro cuáles son suyos y cuáles se deben a los Hermanos Grimm, a Perrault o a Óscar Wilde. Sin ir más lejos, yo me acabo de enterar de que la película Frozen está basada en un cuento suyo. Y ya de sus novelas, obras de teatro, poesías… mejor no hablamos.

El cuentista danés realizó su viaje español entre el 4 de septiembre y el 23 de diciembre de 1862. Por supuesto, había leído bastante sobre España, libros de historia, arte, de otros viajeros como Théophile Gautier… Y se había hecho una idea peculiar del país que, por otra parte, era la que solían tener todos los europeos de la época: corridas de toros, bandoleros, caminos infernales y una comida espantosa cuando no inexistente. La última de esas cosas se le vino abajo en su primera comida: «La mesa rebosaba manjares, fuentes de carne de todas clases, pescado cocido y pescado frito. ¡Excelente mesa de almuerzo en una España de la que se decía que no había comida que pudiera tragarse! Frutas sin par, vino llameante… y yo ni me vacié una salsera por encima como suele depararme la suerte». He ahí la diferencia entre un paladar francés  (recuerde a Dumas) y uno nórdico.

A Toledo vino escapándose de Madrid, harto de no ser recibido por nadie, del frío, de la lluvia y del aburrimiento: «El clima de Madrid era inaguantable: nieve, lluvia y ventisca, peor tiempo no lo hace en el norte en esta época del año. Y si por casualidad algún día la atmósfera estaba pura y despejada, el viento era tan cortante, tan seco, tan enervante, que tenía uno la impresión de estar secándose como una momia». Una mañana de diciembre tomó el tren y se plantó en Toledo vía Aranjuez. Parte de la culpa de que el escritor visitase nuestra ciudad hay que buscarla en la figura de Jacobo Kornerup, un arqueólogo, pintor y restaurador danés, amigo suyo, que había estado en España en 1850 y a quien Andersen le pidió consejo antes de emprender su viaje. Por supuesto, Kornerup le recomendó viajar a Toledo, pero no se limitó a hablarle de los monumentos sino que le aconsejó alojarse en una fonda determinada de la que guardaba buen recuerdo. No tengo muy clara la ubicación de dicho lugar. Andersen cuenta que al llegar a la estación de tren tomó un ómnibus, cruzó el «profundo abismo» por el Puente de Alcántara donde se fijó en los molinos del Tajo, llegó hasta la Puerta del Sol por una carretera muy empinada, y se detuvo porque era imposible subir más en coche. Entonces le condujeron a pie por un estrecho callejón de ascensión brusca y empedrado infame y llegó a la fonda.

En el zaguán fue recibido por dos burros, otras tantas gallinas, un gallo, una chicuela y «una señora de aspecto simpático, y su rostro se tornó radiante cuando nosotros le dimos recuerdos de Jacobo Kornerup de Dinamarca. Nuestro compatriota había vivido en esta casa por bastante tiempo y la familia se había encariñado con él. Nos dieron dos frías habitaciones que comunicaban con un gran cuarto de estar y nos sacaron un brasero; hacía tanto frío que podíamos ver nuestro aliento. Las criadas de la casa entraron en acción: mataron la gallina más vieja, pelaron tres grandes cebollas, agitaron el aceite en la garrafa y nos sirvieron el almuerzo más modesto que hasta entonces habíamos comido en España; pero el sitio era increíblemente barato, estábamos con buena gente y Toledo es una ciudad con muchas cosas que ver».

A partir de ahí sigue la visita tradicional al Alcázar convertido en cuartel, San Juan de los Reyes, la arruinada judería con sus sinagogas, la Fábrica de Armas y la Catedral. La sorpresa es que decide hacer un recorrido extramuros que le conduce desde el Puente de Alcántara al de San Martín, en unos tiempos que ni siquiera soñaban con tener una carretera decente, ni mucho menos nuestra actual senda ecológica. Parece que una gallina encebollada era suficiente para que el magro cuerpo de Andersen resistiera la caminata más exigente que se podía realizar en la ciudad. El escritor trisca por las piedras y se ciñe al río, quién sabe si en busca de alguna sirena varada en un azud o de un barquito de papel capitaneado por un soldado de plomo con una sola pierna… O acaso sólo andaba perdido, necesitado de sentirse un cisne entre los patos salvajes que pescaban junto a la orilla.